Ya no se escribe. Creo que se ha perdido totalmente
el gusto por la relación epistolar. La vida cambia, la rapidez se impone y la
relación interpersonal se ha hecho instantánea y más efectiva. Los contactos se
hacen a base de móvil, sms, mms, chat o videoconferencia. La carta es un
“emilio” urgente, sin encabezamiento, sin saludo, sin despedida, sin posdata, sin
orden ni concierto; aderezado con faltas de ortografía, hijas del
desconocimiento y de las prisas, donde no se cuidan ni las formas ni el estilo.
Aún quedamos, sin embargo, románticos de
la comunicación a la antigua usanza, cuando hablar por teléfono era casi poner
una conferencia desde el otro mundo, con las grandes limitaciones que ello
tenía. A mí me hacía muchísima ilusión mandar y recibir cartas. Escribir en el
sobre la dirección era un ritual de buena letra y de composición artística.
Introducir la carta en el sobre, motivo de gran emoción. Y luego, añadir el
remitente. Ah, eso era la consagración del inicio de una gran aventura que tenía
el punto álgido cuando, tras pegar el sello, la introducíamos cuidadosamente en
el buzón.
Después de viajar durante días por intrincados
caminos, sorteando innumerables peligros, llegaba, por fin, a su destino.
Aquella correspondencia pareciera que se la llevaran personalmente al
destinatario de tanto como tardaba. Pero ahí estaba finalmente. Había cartas de
varios tipos: comerciales, que eran cartas muy aseadas, con sobre de ventana, y
que en mi caso eran pocas y no demasiado bienvenidas; luego, las manuscritas,
cuyo remitente yo intentaba adivinar por la letra. También estaban las tarjetas
postales, que tenían un plus, porque solían ser de familiares o amigos viajeros
desde el lugar de vacaciones, lo que le daba cierto empaque social a la comunicación
y nos ponía los dientes largos. Además, las coleccionábamos.
Me gusta escribir. Confieso que pertenezco
a la vieja escuela. También reconozco que me he adaptado sin problemas a la
forma actual de comunicación y al uso de los correos electrónicos y de todos
los medios modernos actuales. A veces, sin embargo, la morriña me invade y
vuelvo al ritual clásico.
Escribir es para mí toda una aventura. Las
cartas (hablo de las personales) se extienden a lo largo de varios folios
manuscritos de cuidada letra, de estrictos márgenes y de presentación
exquisita. Empiezo la carta y paso horas y horas ante ella. Puedo comenzarla
hoy y tardar varios días en completarla. Y no es por falta de ideas o de cosas
que contar, sino porque escribo, corrijo, borro, tacho, rehago, rectifico,
ordeno, leo, releo, imagino… Sobre todo, disfruto. Es verdad que hay un
componente egoísta, pero eso nos ocurre en todas las actividades que realizamos
voluntariamente en la vida, so pena de que seamos masoquistas. Y aún así,
también disfrutamos.
Hoy me ha dado por escribir estas
tonterías porque la Susi ha recibido una carta de las de verdad, con sello y
toda la pesca. Venía emocionadísima, excitadísima, no cabía en sí de gozo,
porque la criatura, de esas cosas sabe bien poco, pues ella es muy de este
mundo.
Y a mí, que en el fondo soy un gran
sentimental, me ha retrotraído a mis tiempos de juventud.
Le he hablado de mis años de mili, cuando
-ansiosos- esperábamos impacientes la carta de la familia o de la novia. Cada
día nos reuníamos en torno a la mesa del cabo de guardia y, este, con un gran
fajo de cartas en su mano, subido sobre ella, iba desgranando los nombres de
los ansiosos y esperanzados compañeros.
-
Parra, López, Fernández…
-
Aquí, aquí -gritaba cada uno con su emoción contenida.
Y el cabo las lanzaba con gran precisión a
la zona de donde procedía la voz.
Buenas y malas noticias, que de todo
había, pero generalmente, buenas. Nos gustaba comentar con los amigos las
misivas recibidas. Era como si también nos hubieran escrito a nosotros.
Por la tarde, en tiempo de siesta o de relax,
tratábamos de cumplir con nuestros correspondientes contándoles cómo iban
transcurriendo aquellos –mayoritariamente- insulsos días.
Algunos enamorados perfumaban las cartas
con su loción del afeitado. Otro, que yo recuerde, le envió a su prometida un
mechón del pelo que le cortaron tras un arresto. Otros, emulando a un pintamonas,
llenaban el sobre de cursis corazones atravesados por flechas y sonoros besos
que apenas permitían descubrir la dirección.
Faltos de recursos económicos, muchas de
las veces, cuando escribíamos a algún amigo que hacía la mili en algún otro
acuartelamiento del país, no poníamos sello. En un lugar bien visible
escribíamos aquella tontería de “De soldado a soldado, paga el Estado”. Puedo
asegurar que, por increíble que parezca, muchas de las cartas llegaban
felizmente a su destino. Sería que los carteros sabían de nuestras estrecheces
porque también ellos fueron soldados de reemplazo y se solidarizaban con
nosotros.
Otras veces, si poníamos sello, le dábamos
la vuelta. Era nuestra forma tonta y pacífica de protestar contra el
“abuelito”.
Me ha emocionado la Susi. Parecía una niña
de las de antes con un par de zapatos nuevos de charol y su carta en la mano.
¡Qué bonito que aún haya gente así!