domingo, 25 de noviembre de 2012


     Tuve también, en mis tiempos mozos, otra novieta. Fue durante la época del servicio militar. Duró poco más de lo que tardó en pasar aquel tiempo de obligado cumplimiento. La relación que mantuvimos fue la que cualquiera de vosotros se puede imaginar: escasa y a base de cartas y llamadas telefónicas, mayormente (pocas estas últimas, que no estaba la economía para derroches). También hubo algunas visitas gracias a los rebajes y permisos varios que nos daban en el cuartel para ahorrarse gastos de comida y alojamiento de los soldados. Cualquiera podría pensar que yo era entonces un donjuán empedernido. Nada más lejos de la realidad. Yo era más bien retraído, pero me dejaba querer. ¿Es malo eso? Yo creo que no. Esta chica no era tan esplendorosa como aquella vasca de la que os hablé, pero tenía su encanto, qué duda cabe. Era riojana. Una chica maja, extravertida y charlatana. Hablaba casi más con los ojos y con las manos que a través de sus palabras. He de confesar que, a veces, podía llegar a ser un poquito cargante.
     No sé qué tienen algunas personas que enseguida parece que tratan de liarte presentándote a su familia. Escarmentado como estaba de la relación con la vasca y con su padre, huía de toda maniobra de aproximación a aquélla. Nunca me había contado gran cosa de los suyos y solo aquel aciago día comprendí dónde me estaba metiendo.
     Su padre era un hombre corriente, de aspecto normal, serio, con cara de pocos amigos, pero correcto en el trato. No diré que tenía un aire siniestro, pero había algo en él que me mantenía alerta. Nunca supe a qué se dedicaba hasta una tarde en que mi novia y yo paseábamos acaramelados por las cercanías del parque de La Florida. Lo vimos venir desde lejos, acercándose lentamente. A medida que se aproximaba, mi cara debía de ir cambiando de color. Cómo sería aquello que se me cortó la inspiración poética. Paloma, mi novia, corrió hacia él y lo besó, con cariño, en la frente. A mí me recorrió un escalofrío por todo el cuerpo. Me pasó lo que a cierto grupo étnico que tiene, por naturaleza, aversión a determinados uniformes. El suyo era de color verde oliva, con botonadura dorada y sombrero acharolado. Fue un arrebato. Fue un instinto irreprimible. Eché a correr y ya no volví.
     No lo pude remediar.

domingo, 18 de noviembre de 2012


     Los mercadillos y, en general los lugares transitados, son buenos sitios para la observación del género humano, pues nos proporcionan pequeños chascarrillos diarios.     
     Hay una mujer que acude semanalmente a nuestro lugar de compra. Es pequeña, menuda, vivaracha y muy habladora. Recorre el puesto arriba y abajo un montón de veces hasta que termina de comprar. Lo toca todo. Aprieta los melones con energía para ver si están en su punto, toquetea la fruta sin piedad, elige los albaricoques y las cerezas previa cata. A todo le saca defectos, sin embargo.
     - Jose, hijo, ¡pero qué naranjas tienes hoy! ¡Si da pena verlas! –le reprocha la mujer.
     - Consuelito –añade con temple el tendero- son las últimas… Vienen de la cámara.     Mejor no te las lleves, que seguramente la semana que entra vengan nuevas.
     - Pues, hijo, no sé para qué las vendes, si no están buenas –replica garbosa.
     - Mujer…, buenas, están. Lo que ocurre es que son de cámara, porque si no, en esta época… ya me dirás.
     Ni le escucha. Ha dicho lo que tenía que decir y ha vuelto a sumirse en sus pensamientos.
     - Joseee… -vuelve a la carga- tienes que darme dos melones. Pero buenos, ¿eh? Que la otra vez me soltaste dos pepinos de campeonato. Que a mi marido le gustan más pasaos. Ah, y ponme media sandía de la rayada y otra media de la negra; pero dámelas buenas, que te conozco – le advierte con el dedo.
     Increíble la capacidad de esta mujer para hablar tanto en tan poco tiempo. Yo no pierdo detalle. El tendero se da cuenta de ello y me hace un guiño cómplice. Luego se pone a cantar a media voz por otro lado del puesto “Si tú fueras mi mujer… Si tú quisieras…Todo sería distinto… De otra manera” (una vieja canción de Lorenzo Santamaría http://www.youtube.com/watch?v=feR_3GHJicI&feature=related)
     Consuelito parece no oír y sigue a lo suyo.
     - Jose -insiste- dame también otro para Amparín, mi hija, que ya sabes que le encantan. Ah, y ponme también pepinos y patatas. Pero, no sé…, porque aún las tengo de la semana pasada, que me sobraron algunas. Chico, ponme un par de kilos, añade sin mucha convicción. A ver, ¿qué te parece? –pregunta de forma retórica.
     Consuelito prosigue sin dar tregua.
     - Huy, Jose, las cerezas están riquísimas (¡menos mal que hay algo bueno! –pienso yo). Pero están carísimas (¡vaya, hombre! –rectifico). ¡Ni que fueran percebes, hijo! –exclama enojada. ¿Que son del Jerte? –se pregunta. Pues para mí, las de aquí, de la montaña, son mucho mejores –se responde. Bueno, bueno, bueno, no me digas nada, que “ya sé que tus productos son los mejores del mercado” –explica con cierto retintín. Ponme cuarto y mitad. Pero dámelas buenas, que luego me toca tirar la mitad. Y así.
     Felizmente, pide la cuenta.
- ¿Tanto? –pregunta extrañada. Pues sí que tienes caros los precios, hijo, refunfuña al despedirse.
- ¡Hale!, Consuelito, hasta el viernes. Que tengas buen día – anima Jose.
(Tanta paz lleves…). 

domingo, 11 de noviembre de 2012


     Ya no se escribe. Creo que se ha perdido totalmente el gusto por la relación epistolar. La vida cambia, la rapidez se impone y la relación interpersonal se ha hecho instantánea y más efectiva. Los contactos se hacen a base de móvil, sms, mms, chat o videoconferencia. La carta es un “emilio” urgente, sin encabezamiento, sin saludo, sin despedida, sin posdata, sin orden ni concierto; aderezado con faltas de ortografía, hijas del desconocimiento y de las prisas, donde no se cuidan ni las formas ni el estilo.
     Aún quedamos, sin embargo, románticos de la comunicación a la antigua usanza, cuando hablar por teléfono era casi poner una conferencia desde el otro mundo, con las grandes limitaciones que ello tenía. A mí me hacía muchísima ilusión mandar y recibir cartas. Escribir en el sobre la dirección era un ritual de buena letra y de composición artística. Introducir la carta en el sobre, motivo de gran emoción. Y luego, añadir el remitente. Ah, eso era la consagración del inicio de una gran aventura que tenía el punto álgido cuando, tras pegar el sello, la introducíamos cuidadosamente en el buzón.
     Después de viajar durante días por intrincados caminos, sorteando innumerables peligros, llegaba, por fin, a su destino. Aquella correspondencia pareciera que se la llevaran personalmente al destinatario de tanto como tardaba. Pero ahí estaba finalmente. Había cartas de varios tipos: comerciales, que eran cartas muy aseadas, con sobre de ventana, y que en mi caso eran pocas y no demasiado bienvenidas; luego, las manuscritas, cuyo remitente yo intentaba adivinar por la letra. También estaban las tarjetas postales, que tenían un plus, porque solían ser de familiares o amigos viajeros desde el lugar de vacaciones, lo que le daba cierto empaque social a la comunicación y nos ponía los dientes largos. Además, las coleccionábamos.
     Me gusta escribir. Confieso que pertenezco a la vieja escuela. También reconozco que me he adaptado sin problemas a la forma actual de comunicación y al uso de los correos electrónicos y de todos los medios modernos actuales. A veces, sin embargo, la morriña me invade y vuelvo al ritual clásico.
     Escribir es para mí toda una aventura. Las cartas (hablo de las personales) se extienden a lo largo de varios folios manuscritos de cuidada letra, de estrictos márgenes y de presentación exquisita. Empiezo la carta y paso horas y horas ante ella. Puedo comenzarla hoy y tardar varios días en completarla. Y no es por falta de ideas o de cosas que contar, sino porque escribo, corrijo, borro, tacho, rehago, rectifico, ordeno, leo, releo, imagino… Sobre todo, disfruto. Es verdad que hay un componente egoísta, pero eso nos ocurre en todas las actividades que realizamos voluntariamente en la vida, so pena de que seamos masoquistas. Y aún así, también disfrutamos.
     Hoy me ha dado por escribir estas tonterías porque la Susi ha recibido una carta de las de verdad, con sello y toda la pesca. Venía emocionadísima, excitadísima, no cabía en sí de gozo, porque la criatura, de esas cosas sabe bien poco, pues ella es muy de este mundo.
     Y a mí, que en el fondo soy un gran sentimental, me ha retrotraído a mis tiempos de juventud.
     Le he hablado de mis años de mili, cuando -ansiosos- esperábamos impacientes la carta de la familia o de la novia. Cada día nos reuníamos en torno a la mesa del cabo de guardia y, este, con un gran fajo de cartas en su mano, subido sobre ella, iba desgranando los nombres de los ansiosos y esperanzados compañeros.
-         Parra, López, Fernández…
-         Aquí, aquí -gritaba cada uno con su emoción contenida.
     Y el cabo las lanzaba con gran precisión a la zona de donde procedía la voz.
     Buenas y malas noticias, que de todo había, pero generalmente, buenas. Nos gustaba comentar con los amigos las misivas recibidas. Era como si también nos hubieran escrito a nosotros.
     Por la tarde, en tiempo de siesta o de relax, tratábamos de cumplir con nuestros correspondientes contándoles cómo iban transcurriendo aquellos –mayoritariamente- insulsos días.
     Algunos enamorados perfumaban las cartas con su loción del afeitado. Otro, que yo recuerde, le envió a su prometida un mechón del pelo que le cortaron tras un arresto.       Otros, emulando a un pintamonas, llenaban el sobre de cursis corazones atravesados por flechas y sonoros besos que apenas permitían descubrir la dirección.
     Faltos de recursos económicos, muchas de las veces, cuando escribíamos a algún amigo que hacía la mili en algún otro acuartelamiento del país, no poníamos sello. En un lugar bien visible escribíamos aquella tontería de “De soldado a soldado, paga el Estado”. Puedo asegurar que, por increíble que parezca, muchas de las cartas llegaban felizmente a su destino. Sería que los carteros sabían de nuestras estrecheces porque también ellos fueron soldados de reemplazo y se solidarizaban con nosotros.
     Otras veces, si poníamos sello, le dábamos la vuelta. Era nuestra forma tonta y pacífica de protestar contra el “abuelito”.
     Me ha emocionado la Susi. Parecía una niña de las de antes con un par de zapatos nuevos de charol y su carta en la mano.
     ¡Qué bonito que aún haya gente así!

domingo, 4 de noviembre de 2012


     Las calles de las zonas costeras se animan en verano. La gente se relaja, pasea tranquila, sin prisas. Se sienta en las terrazas de los cafés, vive la vida a cuentagotas, despaciosamente, para saborearla Y un murmullo sordo se escucha en las calles peatonales más transitadas. A mi mujer le encanta mezclarse entre la gente para después, cotillear. A mí, no demasiado, la verdad; pero como tiene esa obsesión casi enfermiza por “poner un pie delante del otro”, como dice ella, casi no paramos en casa. He intentado por todos los medios buscarle amigas con las que salir de paseo. Más que nada para que me deje en paz, pero dice que sus amigas son muy de “té con pastas”, del “cinquillo” y de “sillón-ball” y que eso está bien de vez en cuando, pero que no es para todos los días y que a ella le gusta ver el sol y la luz del día.
     El caso es que yo no sé si le estoy cogiendo gustillo últimamente o qué pasa, pero creo que me cuesta menos que antes salir a la calle. ¿Será porque es verano? Será, será. Y lo peor de todo es que no sé disimular y, claro, ella que es bastante observadora, ya se ha dado cuenta de que a veces soy yo quien tiene la iniciativa. Y ya no sé si es por fastidiar o porque prefiere salir un poquito más tarde, se me hace la remolona. Y yo: “que se nos va a hacer tarde” y ella: “que aún es pronto y todavía hace calor”. Total, que cuando me saca (a mí me empieza a dar ya la neura de que soy el perrito zalamero que cuando presiente que es la hora de pasear coge la correa y se la lleva a su amo como diciéndole: vamos, que ya toca) no me lleva por calles concurridas por donde caminan ociosos los viandantes mirando escaparates, charlando en reducidos grupos de tertulianos, etc. Nooo…, se coge de mi brazo, con fuerza, para que no me escape; así, con ganas, mientras en la otra mano sujeta el bolso o se lo cuelga del antebrazo y me dice con suave energía, dando un tirón de arranque: “Vamos, cariño”. Y, entonces, tira por la avenida más ancha y menos transitada en sentido inverso al centro de la ciudad. A mí, eso, es que me desmotiva totalmente, porque no tengo intención de presentarme a unas olimpiadas, ni quiero ganar ninguna maratón.
     -“Lo que a ti te gusta es ver a las chicas guapas, descastado. ¡No sé lo que tenéis los hombres en la cabeza! Si tenéis algo, debe de ser un batiburrillo de hormonas”.
       ¡Cielos, mi mujer! Ya me ha interceptado el pensamiento.