domingo, 29 de julio de 2012

     Que me perdonen los gordos, que los pobrecitos bastante tienen con llevar esa pesada carga consigo todo el día. Cuando hablo de gordos me refiero a esos individuos de peso descomunal, enfermos, sin duda alguna. Como el que me tocó en suerte (?) no hace mucho tiempo.
     Con el pasaje casi completo, surgió de la zona delantera del avión la figura de un hombretón de un metro ochenta de altura y unos ciento treinta kilos de peso aproximadamente, digo yo. No sé por qué, nada más verlo, me estremecí. Sería porque era consciente de que a mi lado había un asiento vacío. A medida que avanzaba torpemente por el pasillo dando capirotazos a diestro y siniestro -ora con la gabardina, ora con su portafolios- sentí, con ese extraño instinto de ganador, que me iba a tocar el gordo, pero no el de la lotería. Gané, efectivamente, desasosiego y nerviosismo. Me tocó el gordo y, curiosamente, perdí mi buen humor y la tranquilidad que tenía hasta ese momento.
     Tardó el buen hombre lo indecible en colocar su gabardina y su portafolios en el compartimento de equipajes, pues casi no quedaba sitio. Finalmente, se sentó (es un decir) al dejarse caer sobre el asiento; se arrellanó, estiró los brazos para subirse las mangas del jersey y cruzó las manos sobre el pecho en actitud beatífica. La azafata le notificó que debía abrocharse el cinturón. Lo buscó por todos lados, pero no podía encontrarlo ya que lo había aplastado con su cuerpo. Intentó sacarlo, pero no pudo. Decidió levantarse y tirar de él. Misión imposible. Colocó sus manos sobre los reposabrazos laterales y trató de levantarse nuevamente. Nada. Decidió, finalmente, sujetarse en el respaldo del asiento delantero con una mano y tratar de alzarse apoyando su mano libre en aquel. El intento tuvo éxito, pero el pasajero de delante se llevó un susto morrocotudo con la repentina y violenta sacudida hacia atrás que experimentó su cuerpo. Después quiso colocarse el cinturón de seguridad, pero aquel artilugio no daba más de sí y la azafata, solícita, hubo de traerle una extensión.
     Agobiado como yo estaba con tanto trajín y semejante susto, me acurruqué contra la ventanilla y recé para que todo acabara lo más pronto posible.


NOTA: Me voy de vacaciones, queridos y sufridos seguidores de este blog. Voy a tomarme un merecido descanso y a preparar tranquilamente nuevas tonterías de estos -para mí- entrañables personajes.
Nos vemos el primer domingo de septiembre. Puntualmente.
Un abrazo, hermosos/as.
Antón

domingo, 22 de julio de 2012

     Sobre los viajes en avión, tampoco esto que os voy a contar es lo peor que os puede ocurrir, aunque confieso que es duro encontrarse en un vuelo completo con el asiento contiguo ocupado por un dipsómano inveterado del que es muy difícil desembarazarse.
     El que me tocó a mí aquel aciago día era un individuo español, lenguaraz, representante de una destilería segoviana de tres letras, de nariz brillante y ojos vidriosos, con los carrillos colorados, sudoroso, que bebía para olvidar, pero que se acordaba de todo ¡y encima me lo contaba quisiera que no!
     En casos como este, tendrás suerte si tu acompañante finalmente cae en brazos de Morfeo. Si no, tal vez te pases el tiempo recorriendo el pasillo de una punta a la otra o en el aseo.
     En un principio le seguí el rollo por aquello de que uno procura ser educado. Luego, me arrepentí, porque se ve que el hombre me cogió cariño y también del brazo (no sé a ciencia cierta si lo hizo para no caerse al suelo o para que yo no pudiera escaparme). El caso es que se aferró a mí como una lapa a la roca. Una vez que me tuvo entre sus brazos comenzó a contarme mil historias desordenadas con elevadas dosis de halitosis gratis incluida.
     Aduje que tenía necesidad de acudir urgentemente al baño y, tras algunas dificultades iniciales, finalmente logré alcanzar el pasillo. Busqué a la azafata que había en la parte posterior y le expliqué el caso. Ella, casi con lágrimas en los ojos (tengo mis serias dudas aún si no sería del ataque de risa reprimido que le dio) me dijo:
- ¡Cuánto lo lamento, señor. Estamos completos!
Luego de un breve silencio, añadió:
- Si quiere, puede ocupar uno de nuestros asientos aunque, al aterrizar, deberá regresar al suyo.
Que nunca os pase esto, queridos.
Así sea.

domingo, 15 de julio de 2012

     Los viajes en avión nos proporcionan multitud de situaciones pintorescas, curiosas o al menos, dignas de recordar.
     Viajar en un avión repleto y que te toque al lado una familia con niños pequeños, maleducados, mal educados o, simplemente, asilvestrados, es de las peores cosas que te pueden ocurrir.  Nótese bien que he dicho “de las peores cosas que te pueden ocurrir”, que no la peor porque, que los niños se peleen, griten, lloren, te empujen el asiento a base de golpes, patadas y demás -cada dos por tres- es desagradable, qué duda cabe. No obstante, siempre tienes la posibilidad de solicitar de los progenitores un poco de atención hacia sus hijos, hacerles notar tu malestar y tu desagrado o ponerles cara de póker (lo escribo con “k”, porque me parece a mí que así es más duro e impresiona más) a los simpáticos papás de tan desmadrados retoños como diciéndoles “si suelto el animal que llevo dentro…”.                                   
     Como último recurso también puede uno chivarse a la azafata, aunque en este caso dejas patente que lo de la cara de póker era tan solo un farol y te han guipado la jugada. Puede ser que, después de todo, no te hagan mucho caso y al cabo de un rato vuelvan a la carga pero, al menos, te habrán dado una tregua.
     Hay otro caso nada baladí: que te toque cerquita un bebé llorón. Aquí no vale ninguna de las estrategias anteriores. Toca aguantarse y rezar para que se duerma pronto. Generalmente la paciencia tiene su recompensa al poco tiempo, pues el infante acaba finalmente agotado y duerme plácidamente el resto del viaje. Si no, escuchar una buena dosis de música de tu mp3 puede ser el remedio a tanto desasosiego.
         

domingo, 8 de julio de 2012

     No me gusta llegar tarde a ninguna parte. Debo de ser un bicho raro porque, en general, la gente se retrasa muchísimo. Y si no, para muestra, no un botón, sino toda una colección. Para hacer justicia habría que excluir a mi mujer. Su caso es un caso aparte. No es impuntual, ya que siempre está en el sitio a la hora convenida. Para quien no la conoce es más exacta que un reloj suizo. Pero, en realidad, adelanta que es una barbaridad, pues siempre llega media hora antes. Vivir a su lado es estar bajo presión continua. ¡Qué agobio, Señor, qué agobio!
     Viajar con ella en avión es una experiencia totalmente prescindible. Dos semanas preparando las maletas. Tal cual. ¿Para qué, si luego se olvida de la mitad de las cosas y parte de las que lleva no se las pone? Es tan apañada que prepara su maleta… ¡y la mía! Y eso me da una rabia… Es que no sé lo que llevo en ella.
     Tenía yo gusto por ponerme el bañador tipo speedo, que últimamente he rebajado mi barriguita cervecera y quería lucir mi palmito en la playa. Pues, no; me encontré con el bañador tipo meyba, “que ahora se lleva mucho”.
     Hace ya algunos unos años celebramos las bodas de plata. Quisimos volver a Tenerife, que fue donde estuvimos de viaje de novios. En fin, lo típico. Sacamos los billetes a través de una agencia de viajes. Yo habría preferido hacerlo por internet, desde casa, pero mi mujer, empeñada en que “con la agencia es mejor, ellos te lo solucionan todo, si algo falla tienes detrás a unos profesionales como la copa de un pino resolviéndote los problemas…” Por no oírla…
     Luego, la guasita del personal: “¿Qué, a recordar viejos tiempos?” –más como una evidencia que para informarse. “Radio nostalgia, ¿eh abuelos”? –bromeaba otro. “Canal melancolía”, -remataba un tercero con evidente tono de cachondeíto.
     El día de la partida, ¡qué nervios! Y si solo hubiera sido eso… La noche anterior no pegamos ojo. En mi casa tenemos la costumbre de compartirlo todo. Si mi mujer no duerme porque está nerviosa, nadie descansa (como se ve, somos muy solidarios entre nosotros). Y como le da la neura antes de los viajes, todos de imaginaria.
     Al día siguiente, agotados, claro.
     En el extremo opuesto se situaría mi hijo pequeño. Siempre tiene que haber un contrapeso. A este le pasaría un camión por encima y no se movería.
     - ¡Ay, que llegamos tarde, que perdemos el vuelo, que solo falta…! -interviene, angustiada, mi mujer.
     - Tampoco exageres, que hay tiempo de sobra -animo yo. Sí que es necesario que nos sobre un poquito de tiempo por si hay algún contratiempo –puntualizo en plan previsor.
     - Chist… -serena mi hijo con pasmosa dicción. Y prosigue con gesto lento y calmado aleteando las manos: Tran-quis, trons… No pa-sa ná… Hay tiem… -dice sin inmutarse. Y se queda tan tranquilo.
     Mi mujer, se sofoca, se excita:
     -Ay, que me da; que me da –repite nerviosa. Se tumba en el sofá y se abanica la cara con las manos.  ¡Que me da algo! –grita, en vista de que no le hacemos demasiado caso.
     - Nene –intervengo- haz el favor, apúrate una miajilla, anda, corazón.
     - Vaaa… -replica acelerando el silabeo. Cómo os ponéis, colegas. Mira a la mama –dice en tono de reproche.   Va, anda, hazle una tilita –concluye.
     - ¿Quién? ¿Yo? –me enfado. ¡Pero si está así por tu cachaza! ¡Que parece que te has fumado algo! –le digo excitado.
     - Sa-bes que no fu-mo –replica despacito, silabeando y en voz baja, displicente.
     - Mmm… -gruño, finalmente.
     - ¿Me vais a hacer caso de una dichosa vez? –gimotea nuevamente mi mujer. ¡Que estoy muy malita…!
     - Ya voy corazón -contesto solícito. Y tú, (a mi hijo) date prisa, que así no vamos.
     - Desde luegooo…, entre la mama y tú vais a acabar es-tre-sán-do-me. Qué vida más agitada –sentencia.
     (Jo, ¿qué habré hecho yo para merecer esto?)

domingo, 1 de julio de 2012

     Hace muy poquito publiqué la opinión de la Susi acerca del verano. Realmente, el sexo débil –nosotros- no quedó muy bien parado. Así pues, me veo en la obligación de salir en defensa del sufrido y denostado macho ibérico.
     Mira, Susi, yo creo que la llegada del verano produce en todos nosotros cambios en las costumbres y también en el atuendo. Comprendo que aborrezcas a ese terrible “homo antecessor” colgado de la barra del vagón del metro/bus; o al inveterado metrosexual descatalogado, luciendo sobaquera y contraviniendo las normas de la ética odorífera.
     Habrás de reconocer conmigo que, en lo tocante a las mujeres, también tenéis lo vuestro. Porque, mira, aunque aquí alguien me trate de machista, tengo que defender a nuestro agraviado grupo social. No te falta razón en lo que dices, pero te has olvidado de las féminas.
     Acudir a la piscina municipal o a la playa es tropezarse con una ingente masa de egocéntricos modelitos -y otros, piadosamente, no tanto- embadurnados de penetrantes cremas pestilentes, patéticamente expuestos y achicharrados al sol, ansiosos de quedárselo para sí solos –si ello fuera posible. La rubicundez es norma general en esos cuerpos atormentados por la Santa Inquisición de la moda, santo y seña que demuestra vuestra ansia desmedida por lucir el moreno más rutilante frente a vuestras competidoras cueste lo que cueste. La elegancia no está instalada exclusivamente en nosotros. Vuestros bañadores: monopiezas clásicos, biquinis mínimos, -muy mínimos algunos- triquinis, los espectaculares biquinis “XXL” tipo braga-faja y, –en fin- otras prendas imposibles, adornan vuestros cuerpos en extraña competición por el asado personal.  
     ¿Consideras que cualquier trapillo que cubra vuestro cuerpo es digno de ser elevado a la gloria de la casa Christian Dior?  Pareos y enormes camisetas-bata sin costuras, entronizan vuestros cuerpos. Las de lunares y rayas son, verano tras verano, número 1 en el “Hit Parade de la moda” de playas, piscinas y lugares aledaños.
     Como tú  bien apuntabas en tu anterior entrada, que Dior nos libre de tanta hortera.
     Amén.