De mis tiempos de predelicuente, guardo un
recuerdo especialmente cariñoso a mis andanzas con los amigos del barrio.
Éramos un grupo de “marías”, porque todos nosotros, a excepción de Carlos (el
de los “...” largos) llevábamos nuestro nombre unido al de María. Era una
costumbre muy de la época tan catolicona que vivimos. Si empezamos por Mariano,
al que cariñosamente alteramos las tres últimas letras de su nombre por otras
cuatro más jugosamente sonoras y de carácter más redondeado, seguimos por Pedro Mari,
Juanma (Juan María) y su hermano Jesús Mari (Chusito), continuamos con
Angelmari (un auténtico terremoto a pesar de su nombre) o finalizamos por
Antonio María, -o sea, yo- conocido en su propia casa más por sus travesuras
que por Antón, nos daremos perfecta cuenta de lo que os decía.
No éramos, precisamente, el terror del
barrio, ni mucho menos, ya que entre todos juntos no teníamos ni una buena
bofetada, pero de vez en cuando la liábamos parda. Así pasaba, por ejemplo,
cuando nos daba por tocar todos los timbres de un mismo portal con la
insistencia tozuda y tonta de quien se la está buscando. Como en aquella época
no existían ni los porteros automáticos ni cosa parecida, las buenas amas de
casa salían a la puerta y abrían esperando encontrar a alguien al otro
lado o bien se asomaban a la ventana por ver quién era.
Tanto va el cántaro a la fuente, tanto
repetíamos nuestras gamberradas, que algunas vecinas, avisadas o predispuestas
a darnos un escarmiento, nos la tenían jurada. Alguna vez padecimos un
repentino, violento y abundante aguacero cuyo origen era un tercer piso del
bloque de viviendas. O que, inmersos en la faena (nunca mejor dicho) de
molestar a todos los vecinos al unísono, llegara por detrás de nosotros una vecina
y nos sorprendiera en plena gamberrada y nos diera nuestro merecido, que por lo
general solía ser un buen mojicón o un tirón de orejas.
O como aquel día –aciago para mí- en que
mis compañeros delincuentes me encerraron en el portal, atrancaron la puerta
para que no saliera y llamaron frenética e insistentemente a todos los timbres.
Hubo tres o cuatro vecinas (aunque a mí me parecieron muchas más) que bajaron
armadas de escobas y creo que alguna sartén vieja y me repartieron estopa hasta
cansarse; y luego, más.
Lo peor, cuando llegué a mi casa.