domingo, 29 de septiembre de 2013

Mi infancia (3): La banda de moco verde

     De mis tiempos de predelicuente, guardo un recuerdo especialmente cariñoso a mis andanzas con los amigos del barrio. Éramos un grupo de “marías”, porque todos nosotros, a excepción de Carlos (el de los “...” largos) llevábamos nuestro nombre unido al de María. Era una costumbre muy de la época tan catolicona que vivimos. Si empezamos por Mariano, al que cariñosamente alteramos las tres últimas letras de su nombre por otras cuatro más jugosamente sonoras y de carácter más redondeado, seguimos por Pedro Mari, Juanma (Juan María) y su hermano Jesús Mari (Chusito), continuamos con Angelmari (un auténtico terremoto a pesar de su nombre) o finalizamos por Antonio María, -o sea, yo- conocido en su propia casa más por sus travesuras que por Antón, nos daremos perfecta cuenta de lo que os decía.
     No éramos, precisamente, el terror del barrio, ni mucho menos, ya que entre todos juntos no teníamos ni una buena bofetada, pero de vez en cuando la liábamos parda. Así pasaba, por ejemplo, cuando nos daba por tocar todos los timbres de un mismo portal con la insistencia tozuda y tonta de quien se la está buscando. Como en aquella época no existían ni los porteros automáticos ni cosa parecida, las buenas amas de casa salían a la puerta y abrían esperando encontrar a alguien al otro lado o bien se asomaban a la ventana por ver quién era.
     Tanto va el cántaro a la fuente, tanto repetíamos nuestras gamberradas, que algunas vecinas, avisadas o predispuestas a darnos un escarmiento, nos la tenían jurada. Alguna vez padecimos un repentino, violento y abundante aguacero cuyo origen era un tercer piso del bloque de viviendas. O que, inmersos en la faena (nunca mejor dicho) de molestar a todos los vecinos al unísono, llegara por detrás de nosotros una vecina y nos sorprendiera en plena gamberrada y nos diera nuestro merecido, que por lo general solía ser un buen mojicón o un tirón de orejas.
     O como aquel día –aciago para mí- en que mis compañeros delincuentes me encerraron en el portal, atrancaron la puerta para que no saliera y llamaron frenética e insistentemente a todos los timbres. Hubo tres o cuatro vecinas (aunque a mí me parecieron muchas más) que bajaron armadas de escobas y creo que alguna sartén vieja y me repartieron estopa hasta cansarse; y luego, más.
     Lo peor, cuando llegué a mi casa.

domingo, 22 de septiembre de 2013

A régimen

     La vida es un bucle continuo, un “déjà vu” permanente. Todos los años igual, siempre la misma canción. Tras los excesos de Navidad y de sus fiestas, llegan  el arrepentimiento y los golpes de pecho por esos kilitos de más cogidos con total impunidad a base de turrones, mazapanes y toda clase de ricas tentaciones dulces y desparrames varios.
     Tengo la grandísima suerte (todo hay que decirlo) de no tener tendencia a engordar. Mi mujer dice que soy “el espíritu de la golosina”. Y es cierto: por más que como, apenas se me nota. No así a ella que, en cuanto comete algún pequeño exceso, la báscula le pasa factura. Tampoco es que esté gorda, solo un poco rellenita, -a ver si me entendéis-, pero sí de buen ver, que decía mi abuela.
     Lo intenta todo para eliminar las redondeces de su cuerpo; lucha a brazo partido por recuperar su figura. Acude a todos los regímenes, dietas, consejos, trucos de adelgazamiento que conoce (el de Montignac, la dieta disociada, el método Dukan, la de la alcachofa...), llama a sus amigas para enterarse de las dietas más al uso, se hace mil juramentos y promesas varias.
     Doy fe de que lucha, pero su voluntad es débil y el chocolate le puede. A “mi Susi” la mira con envidia -¡qué le vamos a hacer!- porque es joven y tiene un tipito "im-presionante" (en dos palabras). Así que cuando estamos juntos se pone de los nervios y, aunque quiere controlarse, le asoma la venita de los celos.
     Entonces, llegadas las cosas a ese punto de “no retorno”, de casi derrota, ataca con toda su artillería. Es decir, aquí entro yo en juego para resolver el problema, su problema. No sé cómo seréis vosotros, pero en mi familia todos (?) somos muy, pero que muy “solidarios”. De modo que, como os decía, toma las riendas y decide que, para ponerse en forma, hemos de estar todos a pan y agua.
     Es el momento en que tooodas las “ratas del barco” desaparecen. Mis hijos ya no vienen a comer, caso de que anden por aquí cerca; la Susi se evapora (ella no está por la labor de estrecheces alimentarias). Pablo se excusa si le invitamos a comer (conoce el paño). Y yo, que no puedo esfumarme, aguanto resignado.
     Paso hambre.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Tabaco

     Jamás he fumado, de modo que no he disfrutado nunca del placer, es un decir, que se siente al exhalar el humo de un cigarrillo. Me gusta, sin embargo, ver fumar a los demás. Intento ser un observador atento de la vida, un poco mirón y un poco cotilla. Curiosón las más veces.
     De pequeño me encantaba ver las películas protagonizadas por mafiosos, polis y tipos duros en general. Había que ver con qué arte y con qué estilo fumaban: como si tal cosa. Aquel cigarrillo impenitente, eternamente colgado de la comisura de los labios, que se movía arriba y abajo al son de las palabras del protagonista. Aquellas largas y profundas caladas placenteras y las volutas que salían perezosas de la boca ahuecada me parecían lo más de la elegancia. Así que yo, como chiquillo que era, recreaba con cierta gracia y salero aquellas escenas con unos cigarrillos de chocolate. Tanta fidelidad debía de haber en mis actuaciones que mi padre se asustó, supongo, y me dio un día un sonoro sopapo que me dolió más en el alma que en el cuerpo, ya que me lo atizó sin mucho entusiasmo. Aún así, me llegó muy profundo y ya no volví a hacer tonterías de ese estilo.
     Más mayorcito, me enamoré de lujuriosas mujeres que, apoyadas en el quicio de una puerta y acompañadas de una larguísima boquilla en la que habían prendido un cigarrillo, ladeaban su cabeza con desdén mientras parecían esperar el autobús.
     Yo no sé bien si fue una premonición, pero desde entonces, ese tipo de mujeres y el tabaco me acompañan. Y los dos porque pudieron ser y no fueron. Del tabaco, se encargó de quitarme las ganas mi padre vía expeditiva, como ya he explicado. Y de las mujeres lujuriosas de mirada lánguida, que nunca cogían el autobús, ya se encargó mi Santa, quien no tiene precisamente ese tipo de mirada, sino una más directa y penetrante.
     Así que sigo esperando. Fumando espero.

domingo, 8 de septiembre de 2013

El Feng Shui

    Desde que mi Santa comenzó a asistir a clases de decoración al estilo Zen, nuestra casa perdió su personalidad y adoptó otra con un aire marcadamente más oriental. También en aquella época leyó revistas y libros que trataban del Feng Shui. Desde entonces duermo muy mal y descanso poco, pero mi vida está llena de armonía y equilibrio.
     Las bonitas macetas que adornaban nuestra terraza las sustituyó por un puñado de arena, dos hojillas y un chirimbolo. El espejo de “Tía Eduvigis”, regalo de boda, salió pitando de la habitación porque, según el Feng Shui, favorece “infidelidades” y la intromisión  de terceros (?) en la vida familiar (¿habrá alguien debajo de la cama o dentro del armario?).
     Así, en mi casa todo está impregnado de la filosofía del Feng Shui y de la decoración Zen. Las paredes del dormitorio las ha revestido de papel pintado con motivos japoneses en los que se vislumbran escenas populares de casas y barcas en tonos suaves. Para mí que su estilo es un tanto “sui géneris” y bastante ecléctico.
     Y de la cama, ¿qué decir? Teníamos una de “1.35” de hierro forjado, en la que, descansar bien, lo que se dice bien, no descansaba porque, como yo soy delgadito (y aunque mi mujer no está gorda, sí tiene un pelín de sobrepeso), siempre acababa encima de ella por culpa de “la teoría del plano inclinado”. En invierno tiene un pase, pero en verano la cosa se ponía de un calor insoportable y pegajoso.
     Dice mi Santa que es importante elegir bien la situación del dormitorio dentro de la casa. Y más aún, ubicar la cama en la habitación.
     Como lo primero no tiene remedio, nada se ha podido hacer. Cambiar el dormitorio y ponerlo en el salón, como que no, aunque esté al oeste y nos dé “mucha felicidad y armonía”.
     Si hubiéramos colocado el dormitorio donde actualmente tenemos la cocina, tendríamos “mucha suerte”, ya que está orientada al este. Pero el dormitorio en la cocina...
     Ni hablar de reubicarlo al sur, pues nos cargaríamos de energía negativa. ¿Y al norte? Mmmm... tenemos el baño. Demasiado pequeño e incómodo.
    Así las cosas, mi mujer -siempre muy imaginativa- encontró la solución ideal: compró una cama redonda con un sistema giratorio. De esta forma, cuando queremos  encontrar felicidad y armonía, nos acostamos mirando al oeste. ¿Que estamos ansiosos por descansar bien y encontrarnos en forma en el trabajo? Un pequeño giro a la manivela y a mirar al noroeste, pues habremos entrado por la “Puerta Celestial” (¡no te fastidia...!)
     Y mi Santa, caprichosa como es, cambia de posición cada día para poder disfrutar de todos y cada uno de los efectos benéficos que nos regala el Feng Shui.
     Tengo que comprarme una brújula para saber hacia dónde apuntan cada día mis pies.
     Además, me estoy mareando.

domingo, 1 de septiembre de 2013

EL VERANO (...y 3)

     Dicen que “nunca segundas partes fueron buenas” (ni os cuento ya, “terceras”), pero escribo este pequeño relato a petición de varios de mis fidelísimos y sufridísimos lectores -quienes esperaban, según me cuentan, algo más de aquel verano- y a quienes pido disculpas de antemano si no les conmueve la historieta de hoy.
     Después de aquel episodio veraniego en “Benidorm city” con la rubia despampanante del piso de arriba, mi mujer, mi Santa, ese monumento en el que me miro a diario, decidió atarme en corto y, a partir de ese día, no me dejó durante el resto de las vacaciones -como quien dice- ni a sol ni a sombra.
     Todo el mundo sabe lo bailonguera que es. Y, vaya, ¡será por lugares de baile en Benidorm! La “tercera edad” y todos aquellos -no tan jóvenes- amantes de mover el esqueleto, disponen de suficientes lugares donde hacerlo con los bailes de siempre; o sea, de otra época, que dirían mis hijos. ¡Mira tú!
     No voy a descubrir cuál fue el local elegido, que la “publi” no me la pagan, pero os aseguro que estaba muy bien, tenía mucho ambiente y las canciones del momento eran amenizadas por una orquestilla que no lo hacía del todo mal.
     Nos inflamos de “Pajaritos”, Evamarías, “Carros robados” y de “Españas cañís”. Yo estaba agotado (me cuesta ponerme a su nivel), así que decidí sentarme y descansar un rato.
     Ella siguió meneándose al ritmo de otros temas musicales, bailando sola, durante un buen rato: mano derecha arriba, mano izquierda “mandando parar” (póngase el amable lector -en la intimidad de su casa- en situación adecuada al evento... No, no, no, no...así, no; repito: mano derecha arriba, mano izquierda “mandando parar” moviendo el cuerpo al compás. Por favor, no te dé vergüenza, que no te ve nadie.) y venga a dar vueltas y revueltas por la pista, llamando la atención de los moscones ociosos y aburridos.
     Y, claro, con tanto llamado, no faltó el atrevido de turno. Tras concederle mi Santa, generosamente, una oportunidad, y después de la tercera pieza sin que cambiara de compañero, se oyó un estruendoso chasquido, vimos volar un bolso por los aires y se hizo un amplio claro en medio de la pista. En aquellos momentos sonaba “Suspiros de España”.
     Aquel atolondrado había osado tocarle el culo.