domingo, 30 de junio de 2013

Mi infancia (2)

     Imagino que la semana pasada os quedasteis con las ganas de conocer más cosas de mi vida y, sobre todo de mis aventuras predelictivas. Que nadie piense en grandes circunstancias ni en hechos muy notorios. Mis fechorías eran las propias de un chiquillo de corta edad, que muchas veces se encontraba aburrido y un poco suelto de sus progenitores. No por desidia o abandono familiar, sino porque yo era así, un poco gamberrete y “echao p’alante”. En fin, os daré un poco de morbo, que sé que gusta mucho. Antón Hernández, ¡quién lo diría!, ¡con lo seriote y formal que parece!
     Pues, sí. (Y como esto quisiera parecer literatura de ficción, que cada cual crea lo que quiera creerse, que otra cosa es que sea verdad. En fin, si os divierte veré recompensados mis esfuerzos).
    No tengo recuerdos muy claros de cuándo comenzó mi vida como “gamberro social”, aunque yo la situaría por la época en que celebré “la primera comunión”. Aquel día yo estaba exultante, pues era una fecha muy especial para mí. Iba ataviado de marinerito raso, con el trajecito clásico que llevábamos los niños de aquella época, impecablemente vestido, con zapatos acharolados, y llevaba un cordoncillo colgado del cuello al que se unía un silbato metálico que hacía pitar con profusión y energía al tiempo que bajaba por la escalera del portal de mi casa (¡qué pulmones tan potentes los míos!). Imagino que aquello no gustaría mucho a los vecinos, pero nadie protestó en aquella soleada mañana de domingo de mayo salvo la energúmena del bajo quien, saliendo de su casa como una posesa, me recriminó con inusitada violencia mi desbordada alegría.
     Yo iba a recibir a Jesús sacramentado, de modo que no podía demostrar violencia; debía perdonar a mi prójimo, devolver bien por mal, poner la otra mejilla... aunque bien a gusto le habría atizado una patada en la tibia con mis zapatos nuevos (por cierto, unos “gorila” que me hacían un daño horrible). Estos malos pensamientos me obligaron a confesarme por haber obrado mal de pensamiento, aunque no de palabra u obra.

     Aquello me costó una penitencia de “tres avemarías y un padrenuestro” que yo cumplí con resignada devoción.
(¿continuará?)

domingo, 23 de junio de 2013

Mi infancia (1)

     Aunque hoy puedo pasar perfectamente por un honrado padre de familia, serio, trabajador, responsable...  –y lo soy- de niño yo era un chico muy travieso que si no se hubiera corregido, hoy podría ser un bala perdida.
     Para empezar, tenía dos coronillas, lo cual, en el saber popular de la época, era una especie de signo premonitorio que te marcaba como un niño, cuando menos, revoltosillo y predestinado a gamberradas. Ya las abuelas, (tanto maternas como paternas), ya los parientes (todos, absolutamente todos), ya los amigos de los parientes y mucha gente bien pensada en general, te decían cuando reparaban en ello: “¡Huy..., fíjate,  (y entonces marcaban notablemente la interjección, paladeándola), tiene dos coronillas!" (y se quedaban tan panchos). "Y además, tiene una cara de travieso...” (añadían para que, indubitablemente, se apreciara su gran descubrimiento). A mí, aquello me parecía algo meritorio. Al menos, por un rato, eras el centro de atención de todos. Con tales características, con aquellas extraordinarias dotes personales, estabas de alguna manera obligado a cumplir con las expectativas que te habían pronosticado. No podías defraudar, así que tenías que ponerte manos a la obra y cumplir con las altas metas para las que habías sido designado.
     Luego de haber realizado alguna calaverada, lejos de felicitarte, te recriminaban tu actuación. Parecías muy simpático cuando prometías; sin embargo, una vez habías cumplido con los vaticinios de aquellos bien pensantes, todo eran críticas, imprecaciones varias, exhortos, reconvenciones, amonestaciones y castigos, muuuchos castigos. Por eso, porque los mayores te enviaban mensajes contradictorios, porque por un lado reían tus gracias y por otro te auguraban el futuro, -tú-, cuando cumplías, cuando realizabas los sueños proféticos de todos aquellos que te halagaban, cuando les elevabas a la categoría de adivinos oficiales (¡si ya te lo decía yo! - clamaban muy dignos), te trataban con desdén, como a una excrecencia social, como a un apestado.
     Por eso, si no me pasé al lado oscuro entonces, solo fue porque Dios no quiso.

domingo, 16 de junio de 2013

     Mi mujer se está haciendo mayor, Pablo. Ya sé que son cosas que tiene la vida, pero paso mucha vergüenza. ¡Qué le vamos a hacer! Sí, es cierto que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pero en el transcurso, yo no era consciente de que degeneraran de la forma en que lo hace mi Santa. No voy a negar que no sabía nada de esto cuando me casé con ella, aunque ya sospechaba yo que no todo el monte era orégano cuando el cura nos dijo: “En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza” (en realidad, mientras pronunciaba estas palabras no dejó de mirarme ni un solo instante. Yo creo que se compadecía silenciosamente de mí, pues no en vano era tío de ella y debería conocerla sobradamente).
     Que hable sola mientras realiza algunas tareas del hogar no me sorprende demasiado (al fin y al cabo pasa muchas horas en casa). Estos soliloquios no van más allá de entonar alguna cancioncilla acompañando a la radio o, de repasar, silabeando, la lista de la compra. También hace planes consigo misma. Incluso no me sorprendía que mantuviera algunos diálogos monologados con su hermana o que regañara a alguno de sus hijos ausentes. Todo esto podía ser divertido según las circunstancias.
     Que estuviera colgada del teléfono tampoco sorprendía a nadie. Las charlas, es un decir, con vecinas, amigas, parientes y demás, duraban lo que no está escrito. Una ruina si no tuviéramos tarifa plana.
     Lo que ya me tiene preocupado es que, de poco tiempo para acá habla con todo el mundo, se ha vuelto muy extravertida, muy locuaz, y a todos les cuenta nuestra vida.
     Ocurre a veces que llego a casa a la hora de comer y encuentro un plato más en la mesa. Pregunto si es que ha venido muestro hijo, el de Barcelona, o si el liberal (el que va por libre, ya sabes)... o quizás la Susi, que hacía algún tiempo que... O serás tú, Pablo.
     - No, no, -me responde sin el menor atisbo de sonrojo,- es fulano/a, que está a punto de llegar; lo/a conocí en tal sitio el otro día.
     Pero, después de verla ayer durante un buen rato departiendo amigablemente en el supermercado con otra mujer, intercambiándose recetas de cocina y trucos cosméticos y hablando alegremente de sus respectivos hijos, tras despedirse con dos sonoros besos y un par de abrazos, le pregunté quién era. La respuesta, aunque no me sacó de dudas, fue muy esclarecedora:

     - “No lo sé, me ha dado la vez”.

domingo, 9 de junio de 2013

     Querido Pablo:
     Mi Santa, -ya sabes-, siempre pendiente de la modernidad, se ha comprado una olla exprés de última generación, un robot de cocina. Uno de esos aparatos con los que no hace falta saber cocinar, pues él solito cuece, hornea, cocina a presión, cocina a la plancha, fríe... y es capaz de preparar cualquier receta con tan solo introducir los ingredientes en crudo y apretar el botón. Al cabo de un rato, ¡zas!, te sale una comida digna de un cocinero de restaurante con seis estrellas Michelín.
     No sé si fue su amiga Puri la que le animó a ponerse al día. Le comentó las bondades del aparato y ella, rauda y veloz, se metió en internet, contactó con la página web en la que se vendía el chisme en exclusividad y pidió asesoramiento. A las cuarenta y ocho horas teníamos a un vendedor en casa para que le hiciera una demostración de las excelencias culinarias del artilugio.
     No cabe duda de que finalmente se lo vendió por el módico precio de 600 €, que ese era el objetivo, sino que además le “regaló” una sandwichera, una batidora de vaso, una fondue y una lata de aceite de oliva virgen extra de 2.5 litros  -¡y un libro de recetas!-  por otros 100 € más.
     El aparato es una monería, no me cabe duda. Incluso le habla y le dice el tiempo de cocción que resta. Es lo que le faltaba a mi Santa: alguien que le diera conversación mientras cocina.
     Lo malo del asunto fue que a las pocas semanas se rompió una pieza. Como el aparato estaba en garantía, se envío a la casa para que lo repararan. Lo peor fue el tiempo que estuvimos sin la máquina parlanchina porque entre la recogida, el traslado, la reparación y la devolución, nos pasamos casi un mes esperando volver a disfrutar de ella. Sin embargo, hubo un pequeño accidente en la entrega, y el mismo repartidor nos la remitió al fabricante.
     En fin, que entre pitos y flautas pasaron casi dos meses y medio hasta que la recibimos, finalmente, en perfecto estado. Y ahora, parece que ya no le hace tanta gracia y la tiene arrinconada.
     Total, ¡¡¡600 euros por dos cocidos y un hervido!!!
     Una ruina muy sabrosa.

domingo, 2 de junio de 2013

     Ya he hablado en alguna ocasión de los viajes en avión. Que si los niños maleducados, que si las personas con sobrepeso, que si la perversidad de tales compañías aéreas, los borrachines, etc. Hoy, la verdad, quería romper una lanza a favor de las compañías de vuelo. No me pagan por hablar bien de ellas, que conste. Es, simplemente, una cuestión de justicia social, pues comprendo que, cuando hay razones para denunciar un suceso, hay que denunciarlo y, en consecuencia, cuando algo es meritorio, cuando es cuestión de loor, se alaba. Además, comprendo que hay muchísima competencia entre unas y otras, y todas tratan de agradar al cliente, dándole lo que las otras le niegan, ofreciendo más servicios por menos dinero. Y eso, pues es una gran ventaja, porque a uno lo tratan con cariño, lo miman, lo atienden como se merece... ¡qué caramba! 
     Son muchos los viajes que realizo por cuestión de trabajo. Sin embargo, esta vez le había querido sorprender positivamente a mi Santa y, aprovechando uno de los vuelos a “Niu Yor”, la llevé conmigo para alegrar nuestra convivencia y darle un pequeño gusto al cuerpo (nadie piense que este viaje iba a cargo de mi empresa. No en lo tocante a mi Santa, que bien que me lo pagué de mi bolsillo. Facturas tengo, dicho sea de paso, por si hubiere algún malpensado).
     El viaje se ofrecía muy agradable y tranquilo. Aviones preparados para realizar traslados oceánicos: cómodos y amplios. Posibilidad de ver películas, escuchar música... entretenimientos variados... Para los que, -apáticos- no sabían qué elegir, había música de fondo: envolvente, arrulladora, relajante... ¡divina!, un regalo –envenenado- de los dioses.
     Iba yo, distraído, amodorrado, intentando descansar, pensando en el desfase horario e intentando disfrutar del vuelo cuando, una música susurrante, de fondo, masculina, muy bella y agradable, decía así:

“Sitting on the dock of the bay
Watching the tide roll away
I’m just sitting on the dock of the bay
Wasting time.”

     Y que yo, soñoliento, iba traduciendo mentalmente:

“Sentado en el muelle de la bahía
Viendo bajar la marea
Estoy sentado en el muelle de la bahía
Perdiendo el tiempo.”

     Hasta que me sobresalté al reconocer al intérprete: Otis Redding. Este cantante norteamericano falleció en Wisconsin al estrellarse su jet cuando solo faltaban tres minutos para que tomara tierra, allá por los años 60 y tantos.
     Mira que tengo anécdotas aéreas pero, como ésta, pocas.
     Mi mujer, ni se enteró.
     No sabe inglés.