domingo, 26 de mayo de 2013

     Nicolás, ese seguidor incondicional que tengo y que comenta en público (¿entendéis la indirecta -seguidores silentes-, que como mucho me mandáis correos privados para compadecerme?), me escribe categórico: “Ya sabes que el crimen perfecto es el suicidio”.   Me pongo reflexivo y deduzco si no será porque no hay culpable al que perseguir. Sí, me confirmo al cabo de un rato. Debe de ser por eso.
     El caso es que, pensándolo bien, creo que es muy complicado. Hay que tener valor para hacerlo. La gente creerá que los suicidas son cobardes. No, ni mucho menos. Hay que tener agallas. Así que no, no es por falta de coraje, que de eso me sobra, sobre todo por el hartazgo mental que tengo a veces (¡cuánta razón llevo!), sino porque es complicado suicidar a una persona que quizás no lo desee. Tampoco es cosa de preguntarle, ¿no?
     - Cariño, ¿quieres que te suicide? No te va a doler –podría decirle utilizando la más seductora de mis sonrisas.
     No sé, no me convence. Además, estaría el problema de la carta, porque ha de haber una carta dirigida al juez en términos claros y rotundos. Sr. Juez: (ya sabes)... Ha de ser desgarradora, supongo. Que inspire piedad, lástima, compasión sin límites. Y que parezca veraz. Que la gente se conduela y diga cosas tristes como “llevaba muy mala vida, la pobre. Sus hijos la habían abandonado y, aunque su marido estaba permanentemente a su lado y la consolaba... el pobre se ha quedado tan solo...”
     Además, tendría que convencerla para que la escribiera de su puño y letra. ¡Uf, demasiadas complicaciones!
     Temo, sin embargo, que la gente, a estas alturas del blog conozca nuestras disputas y cargue contra mí. Me acusarían sin piedad, me acorralarían como a una hiena herida, querrían sangre, sin duda.
     -Soy inocente, Sr. Juez, yo... en realidad... no quería... –me excusaré sin ninguna convicción. Fue ella. Lea Ud. el blog, empápese de él, compruebe cómo me zahería constantemente, ante propios y extraños. Sr. Juez, ahora ha llegado el momento y ha ejecutado su venganza.
     Sería más fácil si el suicidio me lo perpetrara a mí mismo.
     No tendría que dar explicaciones.

domingo, 19 de mayo de 2013

     A mi Santa le encanta el cine. Le gusta, por lo general, todo lo que se pone en la pequeña o gran pantalla en este formato. Le apasiona, en fin. A mí, ni fu ni fa. Me agrada, sí, pero no me apasiona. Soy más de cine de actor. Me gustan los grandes actores e intérpretes clásicos como Humphrey Bogart o Marlon Brando en aquellos inolvidables peliculones: Casablanca o El padrino, por poner solo un par de ejemplos. Y, como películas de este calibre no las echan todos los días, no veo mucho cine.
     Supongo que mi pereza por el séptimo arte proviene de la actitud de mi mujer quien, al final, consigue que me desenganche y coja un libro o el periódico.
     Ocurre que en casa es capaz de ver 2 o 3 películas a un tiempo, mediante el zapeo. Es un mareo, la verdad, aunque para ella parece ser algo natural. Me cuesta trabajo comprender que pueda seguir todas a un tiempo. ¿Será verdad que nosotros tenemos solo una neurona?
     A mí lo que me encanta es recrearme una y otra vez en los diálogos, medir las palabras una por una, empaparme de los gestos de complicidad de los actores, escuchar esos silencios tan profundos, -con las miradas entrecruzándose-, sentir la emoción de la tensión, gozar del striptease pecaminoso del guante de Gilda...
     - ¡Cochino! Todos los hombres sois iguales. Tenéis la mente sucia -grita mi Santa desde un extremo de la otra habitación.
     - (¡Ya estamos! Pero esta vez no te voy a contestar, ¡bruja!).
     Cuando no coinciden dos películas en distintas cadenas (cosa verdaderamente extraña) y ha de contentarse con la de turno, -si la ha visto- acostumbra a anticiparme los acontecimientos y me desincentiva. Eso de saber quién es el asesino antes de tiempo, -por poner un ejemplo clásico- me desmotiva  profundamente.
     Así que ahora me estoy empapapando secretamente de la película Crimen perfecto y voy a tratar de recrear la escena criminal del filme. Claro que corregiré algunos errores perpetrados por el aprendiz de brujo, ya que, muy a su pesar, no consiguió su objetivo final. En fin, un crimen perfecto es exactamente lo mismo que un matrimonio perfecto. Y el mío lo es.
     Yo ya voy acumulando pacientememente el rencor a través de los años. En cuanto tenga mi plan acabado, lo pondré en práctica y terminaré con esta humillante situación que me inflige, a diario, mi “Santa”. Ni una película puedo ver tranquilo. Que se vaya preparando para lo que le espera, señorita Escarlata.
     A Dios pongo por testigo.

domingo, 12 de mayo de 2013

     Como espejo que soy, guardo recuerdos de toda clase desde tiempos inmemoriales. He tenido ante mí a todo tipo de gentes: reyes, príncipes, mendigos, artistas, estadistas... Gente normal, incluso.
Cuando el espejo mismamente no se había inventado aún, yo ya realizaba servicios a través de ciertos elementos de la naturaleza. En mí ha estado la cualidad de reflejar y verse reflejado. Pero el espíritu de autosatisfacción es maligno, como ya conocéis. Narciso, muy presumido él, se enamoró de su propia imagen  y le fue como ya sabéis todos.
     - ¿Versión griega o romana?
     - Tanto da.
     Recuerdo con mucho cariño a un tartamudo. Todo un ejemplo de superación intentando, con gran esfuerzo, sobreponerse a su dificultad articulatoria que, por cierto, logró con mi ayuda.
     También están los tipos “encantados de haberse conocido”. Son, realmente, patéticos. No hallan en sí ninguna clase de defecto por más que pasen los años. Se quieren con  ímpetu, se idolatran, se adoran por encima de todas las cosas. Algunos, en el anonimato de la soledad del cuarto de baño o de su habitación, me besan con delectación, con pasión y con gozo. No me abrazan porque suelo estar pegado a la pared y ello es un incordio, mayormente. Sin embargo, me besan, como ya he dicho. Y son felices, muy felices.
     Los cachas de gimnasio son mis actores preferidos. Me encanta verlos, -orgullosos y  seguros de sí mismos-, lucir su musculatura, muchas veces hipertrofiada a base de compuestos de origen más que dudoso y realizando gestos y posturas realmente absurdos. ¡Con qué poquito se conforman algunas personas!
     A mi modesto entender, las proporciones del cuerpo humano según el sentido artístico de los escultores y pintores renacentistas no se corresponde gran cosa con los estándares actuales -de según quiénes-, entre los aficionados a los gimnasios. No imagino yo al “David” de Miguel Ángel actualizado y remasterizado. ¡Qué horror!
     Para los desinhibidos, para los que no tienen complejos, para los que gustan reírse de sí mismos, para los que aman provocar reacciones en el espectador, tenemos los espejos cóncavos y convexos de las ferias, que nos devuelven imágenes deformadas de la realidad y que actúan como terapia curativa de nuestro ego.
     He conocido actores que ensayaban sus papeles ante un espejo. Incluso he visto a directores de colegios e institutos. O conferenciantes también. Así, supongo, corregían sus defectos declamativos e interpretativos y comprendían cómo les verían los demás. Algunos oradores, vendedores,  pulpitófilos y sermoneadores en general, tienen por costumbre utilizarme para preparar sus discursos más o menos sugerentes. Me divierten estos tipos egocéntricos y ególatras, (ensimismados y de sí mimados) ya que ellos mismos son sus propios crédulos feligreses a los que tratan de vender su homilía.
     A fe mía que lo consiguen muchas veces.

domingo, 5 de mayo de 2013

     He aquí el trabajo presentado por una alumna de la tutoría de Pablo sobre un tema libre. Me parece, cuanto menos, original. Como es un poco largo me he permitido dividirlo y ofrecéroslo en dos pequeñas dosis. Espero que no os moleste.

     Hola. Soy un espejo. Soy tu espejo.
     Yo reflejo los espacios, les doy profundidad, los amplifico y reflejo la luz natural o artificial. Es importante que me coloques en el lugar adecuado para que muestre lo que quieres destacar.
     Un espejo dice mucho de la gente, marca la forma de ser de quien lo ha comprado y le imprime carácter. Hay muchos tipos de espejos.
     ¿Empezamos por el tamaño? Pequeño, en el bolso, junto al “rimmel” y a los retocadores estéticos de cualquier mujer: coquetería. Dispuesto para ser consultado en cualquier momento, -con discreción-, en el coche, en un semáforo en rojo, en un stop, en un atasco, a media mañana, para retocarse un poco empolvándose la nariz discretamente... Me encanta acompañarte, decirte que estás guapa o darte algún consejo: “En el lado izquierdo necesitas más colorete. Los labios, difumínalos más... Estás supergenial. ¡Qué bien te veo! ¿Y esas ojeras? ¡Ah!, la noche ha sido muy larga, ¿verdad? Has descansado poco. Ese flequillo está muy largo, tienes que llamar a Luigi, tu estilista, (en realidad se llama Luis, pero como vivió en Italia algunos años...”)
     Colocado en el lugar acertado, luciré muy bien en cualquier parte. Puedo, incluso, hacer las veces de un cuadro. Combíname con otros de diferentes tamaños y te devolveré la realidad multiplicada. Soy, como puedes imaginar, decorativo.   
     Adopto mil formas y estilos: moderno, clásico, funcional, veneciano, con o sin moldura... y nunca paso de moda.
     ¿Qué tenemos que todo el mundo nos necesita? ¿Será porque me adapto a ti, a tus circunstancias, a tus necesidades, a tu interés en un momento determinado?
     Llévame al cuarto de baño y te reflejaré tal como eres: sin tapujos. Examínate. Mírate con tranquilidad, pausadamente. De arriba abajo. Tómate tu tiempo. A solas. Esa espinilla, ese punto de grasa, la imperfección que hay que corregir... Tu pelo, suave y dócil (¡ay!, la cana que asoma); quizás rebelde e hirsuto o anunciando entradas, tal vez. Pero, allí, solos, frente a frente, tú y yo, -los dos-, te diré lo que quieras escuchar. Tú decides lo que quieres oír. Tal vez necesites maquillar la realidad de tus años, del tiempo provocador e irreverente que te acusa sin piedad, o acaso piensas que aún hay tiempo.
     No vale la pena que te enfades conmigo. Sabes que soy veraz: “Al pan, pan; y al vino, vino”. De nada te sirve irritarte conmigo. No hagas como aquel que rompió el espejo en mil pedazos y cada uno de ellos le gritaba después lo que no le gustó oír. Además, te esperarán siete años de mala suerte.
     Y si no quieres reconocer la realidad, úsame como espejo retrovisor, para saber que el pasado difiere -¡y mucho!- del tiempo presente (pero no pierdas de vista el norte, no vaya a ser que el presente se te acabe).

(continuará)