Confieso que no entiendo a la gente. Yo,
como Pablo Neruda, “confieso que he vivido” (aunque menos) y que he visto
muchas cosas (menos aún). Incluso he conocido a gente normalita. Pero, o soy
muy limitadito, o no acabo de entender a cierto sector del público. Sin ir más
lejos, las mujeres.
Mi mujer, mi Santa, ese pedazo de
monumento que Dios (“perdonadme, heterodoxos”, que diría Sábato, D. Ernesto) me
impuso como castigo (todo el mundo tranquilo, que ahora está echando la siesta
y, por tanto, no es peligrosa) tiene sus cosillas.
En fin, dicho lo que antecede, paso a
explicaros el porqué de lo que procede, de mi estado de ánimo.
Vivir con mi mujer es vivir en un clima permanente de ansiedad, en estado de sitio, ¡cómo no! Es una guerra incruenta que vivimos a brazo
partido (casi siempre es ella quien me lo parte) luchando por imponer nuestras
ideas (es el caso de ella) o por no perder las pocas que me quedan (me defiendo
como puedo).
El viernes pasado me llevó de “rebajas”
(¿alguna novedad?... ¡Ah, por eso!). De rebajas aquí y allá y al “cortinglés”, y se gastó una pasta.
¡¡¡Menos mal que era para ahorrar!!!
Y digo yo: si era para ahorrar, ¿por qué
no nos quedamos en casa viendo la tele como hace el común de los mortales? Y entonces,
a lo mejor se fija en mí y me dedica un ratico.
Total, se compró dos vestidos (de los
cuales uno, mejor desnuda, -con perdón- y el otro, lo va a devolver -¡seguro!-,
porque le queda como a un santo dos pistolas).
Los zapatos – porque también se compró
zapatos- los descambiará, pues se empeña en meterse con calzador un 36 (que es
una muestra) cuando lo suyo, de
normal, es un 38-39.
Y al final, la cuenta, una “bagatela”, un
dinero que, en el mejor de los casos, amortizaré parcialmente con las
devoluciones que lo permitan. Y con el resto haremos un monumento a los deseos
de lo que pudo ser y no fue por culpa de mi amorcito (creo que se está
despertando, así que termino).
En fin, una pasta gansa.