domingo, 24 de noviembre de 2013

Quien te entienda, que te compre o, ahí la tienes: báilala

     Confieso que no entiendo a la gente. Yo, como Pablo Neruda, “confieso que he vivido” (aunque menos) y que he visto muchas cosas (menos aún). Incluso he conocido a gente normalita. Pero, o soy muy limitadito, o no acabo de entender a cierto sector del público. Sin ir más lejos, las mujeres.
     Mi mujer, mi Santa, ese pedazo de monumento que Dios (“perdonadme, heterodoxos”, que diría Sábato, D. Ernesto) me impuso como castigo (todo el mundo tranquilo, que ahora está echando la siesta y, por tanto, no es peligrosa) tiene sus cosillas.
     En fin, dicho lo que antecede, paso a explicaros el porqué de lo que procede, de mi estado de ánimo.
     Vivir con mi mujer es vivir en un clima permanente de ansiedad, en estado de sitio, ¡cómo no!  Es una guerra incruenta que vivimos a brazo partido (casi siempre es ella quien me lo parte) luchando por imponer nuestras ideas (es el caso de ella) o por no perder las pocas que me quedan (me defiendo como puedo).
     El viernes pasado me llevó de “rebajas” (¿alguna novedad?... ¡Ah, por eso!). De rebajas aquí y allá  y al “cortinglés”, y se gastó una pasta. ¡¡¡Menos mal que era para ahorrar!!!
     Y digo yo: si era para ahorrar, ¿por qué no nos quedamos en casa viendo la tele como hace el común de los mortales? Y entonces, a lo mejor se fija en mí y me dedica un ratico.  
     Total, se compró dos vestidos (de los cuales uno, mejor desnuda, -con perdón- y el otro, lo va a devolver -¡seguro!-, porque le queda como a un santo dos pistolas).
     Los zapatos – porque también se compró zapatos- los descambiará, pues se empeña en meterse con calzador un 36 (que es una muestra) cuando lo suyo, de normal, es un 38-39.
     Y al final, la cuenta, una “bagatela”, un dinero que, en el mejor de los casos, amortizaré parcialmente con las devoluciones que lo permitan. Y con el resto haremos un monumento a los deseos de lo que pudo ser y no fue por culpa de mi amorcito (creo que se está despertando, así que termino).
     En fin, una pasta gansa.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Mi infancia (4)

      Pasé muchos días castigado en mi casa sin poder salir con la pandilla debido a mis travesuras.
     De ahí vino un poco mi afición a leer. Como no teníamos televisión (muy poquita gente en mi barrio la tenía), ni se habían inventado las videoconsolas, ni había ordenadores ni forma de divertirse, a ratos me dio por la lectura, y otras, por poner en marcha “efervescentemente” mi efervescente mente. Cuando esto último sucedía, malo: tarde o temprano habría de ocurrir algo catastrófico. También la mayor parte de las veces mis lecturas iban encaminadas a poner en práctica ciertos experimentos de química que había en la “Enciclopedia Álvarez”, que era el “veintiúnico” libro que utilizábamos en la escuela. En ese pozo del saber que era mi libro de texto, encontraba uno de todo: desde cómo diseccionar una rana hasta cómo fabricar un electroimán o realizar la electrólisis.
     Supongo que en aquella época quise emular a Thomas Alba Edison. Me leí su biografía de cabo a rabo (ese fue el período de mayor tranquilidad en mi hogar) e hice posteriormente todo tipo de experimentos con la luz eléctrica. Logré realizar cortocircuitos que pusieron en peligro la integridad de mi casa y las del vecindario, conseguí fundir los plomos una y mil veces en un solo día, me explotó alguna bombilla, quemé el frigorífico por sobrecarga en la red, me dieron mil bofetones por atrevido...
     En definitiva, mis padres no hacían carrera conmigo. Así, pues, yo no sé qué les tenía más cuenta: que me quedara castigado en casa por mis múltiples fechorías y fundiera los plomos, que provocara un cortocircuito de aúpa, etc. o que saliera a la calle y liara una de las mías. Por eso, a veces me castigaban sin salir durante semanas y al poco me condonaban el castigo y lo sustituían por la libertad condicional, advirtiéndome muy seriamente que, si incumplía el acuerdo, el castigo sería aún mayor.
     Yo era de cabeza dura y las gamberradas me podían. Esta fue la razón por la cual -finalmente- mis padres me llevaron interno a un colegio.
      Pero esto es otra historia y aún habría de transcurrir mucho tiempo.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Fittipaldi

      Querido Pablo:
     Ya sabes que mi Santa se sacó el carné de conducir hace algo más de un año. La verdad es que estoy muy satisfecho con los progresos que ha hecho durante este tiempo. Ya no va pegada al volante, que parecía que quería asomarse al parabrisas como si fuera al balcón de su casa. Por fin ha desaparecido la “L” de principiante del cristal trasero del coche y ahora tiene una seguridad en sí misma que para mí la quisiera yo en algunas ocasiones. Tiene un manejo del vehículo nada comparable al de un piloto de fórmula 1, evidentemente, aunque ya les gustaría a algunos tener su aplomo y su eficiencia en la conducción.
     El peinado no se le mueve mucho porque usa laca en proporciones exageradas pero, aunque así no fuera, tampoco se le alteraría gran cosa debido a los nervios tan templados que exhibe -incluso con la ventanilla bajada.
     Cualquiera diría que ha conducido toda la vida, cualquiera pensaría que nació con un volante entre las manos. Ni que fuera descendiente directa de Juan Manuel Fangio, aquel mítico piloto de los tiempos de Maricastaña ¡Qué desparpajo muestra, qué naturalidad, qué confianza, qué aplomo, qué dominio, qué seguridad...! ¡Qué todo!
     ¡Qué tiempos aquellos en los que no sabían cómo deshacerse de ella en la autoescuela! Aquel dicho machista de los años 70 “Mujer al volante, peligro constante”, no va con ella.
     Si me permites la expresión, te diré que “le he comprado” un cochecillo de segunda mano por su cumpleaños, para su uso exclusivo, para que lo disfrute y vaya a comprar con él, para que vaya a casa de sus amigas, para que sea autónoma, para que me deje en paz, ¡qué caramba!
     Cuando hace buen tiempo baja la ventanilla y apoya el brazo izquierdo sobre la puerta, asomando el codo y sujetando el volante con dos dedos. Porque no fuma, pero con un buen puro en la boca... ¡qué estilazo tendría! Tacos, lo que se dice tacos, no gasta, pues es muy educada pero, al volante, tiene tendencia a utilizar un vocabulario bastante grueso, -como de camionero de los de antes. Cuando se tercia alguna discusión con algún pobre conductor (lo de pobre lo digo porque ya sabes cómo es ella, que no se calla ni bajo el agua) ... ¡que no le pase nada!
     Al volante siempre es “muy obediente” (como ella dice) con las señales de tráfico. Nunca sobrepasa los límites de velocidad permitidos. Recibe de vez en cuando alguna sinfonía sonora cuando, en un exceso – en mi humilde opinión- de celo, pone el coche en mínimos de velocidad aduciendo que ella practica la conducción eficiente (sostenible, que se dice ahora); es decir, ni acelerones, ni frenazos, ni brusquedades que provoquen un gasto innecesario de combustible. A tal punto llega su sentido de la prudencia y del ahorro que al divisar un semáforo ya frena previendo que pueda ponerse rojo. Ello ha provocado en algunos conductores (energúmenos, sin duda), alguna sonora pitada (¡bah, ni caso, cariño!). Con el semáforo en rojo, ella siempre apaga el motor (sentido de la economía, respeto por el medio ambiente, cuidado con la capa de ozono, interés por el cambio climático... y no sé cuántas cosas más).
     Claro que, el otro día, al arrancar después del consabido semáforo, algo falló y el coche no se le puso en marcha. ¡Menuda la que se montó! Hubo que esperar ¡tres (3) semáforos! ¿Crees que perdió los nervios? ¡Qué va! Y mira que escuchó pitidos. Ella -muy digna-, a lo suyo, como siempre. Y como no arrancaba, al final, a empujar. No, no, ella no: los de la orquesta de pito y púa. Luego lo contaba y se reía: “Los que más gritaron fueron los que empujaban con más ganas para sacarme de allí” –decía entre sonoras carcajadas.
     Me lo contaron ayer. Yo no estaba con ella.
     ¡Afortunadamente!

domingo, 3 de noviembre de 2013

Mi cama

     Querido Pablo:
     Sabes que no soy persona que tenga un afán de protagonismo excesivo. Más bien soy bastante tímido y algo introvertido. Porque, aparte de este blog que empecé por casualidad gracias a las malas compañías y a los cantos de sirena de una amiga, mi vida pasa sin demasiados aspavientos.
     Sin embargo, de un tiempo a esta parte me encuentro como protagonista en el trabajo y con la autoestima un tanto alterada, aunque maldita la gracia que me hace a mí todo ello.
     En la oficina, unas veces los compañeros me guiñan el ojo cuando nos cruzamos. Otros, más zalameros, practican el cuerpo a cuerpo con un potente abrazo que me deja hecho polvo y  me dan una palmadita cariñosa que me tritura, finalmente. También los hay más sobrios, que se conforman con decirme “¡Antón, machote!” (Si ellos supieran...). Las sonrisas son un elemento cotidiano por los pasillos. Más de dos me han pedido que les preste las llaves de mi casa.
     Las féminas, algunas tan liberales, me gritan “¡tigre!”, al pasar. Amparín, el otro día, cuando estaba yo sacando un café de la máquina, me tocó suavemente en el hombro y, cuando me giré, me empujó con fuerza contra la pared, colocó su mano derecha a la altura de mi rostro y me miró fijamente a los ojos mientras su mano izquierda me sujetaba por la corbata. No dijo nada, pero me escrutó de arriba abajo con... –no sé..., de forma rara..., tal vez con lascivia- y luego, desdeñosa, me soltó y se fue, como haciendo un desplante torero y con la cabeza bien alta. Prendas íntimas no me han tirado todavía, aunque al paso que vamos, ya veremos.
     Tengo mala cara, sonrío con una mueca forzada y algo estúpida. Camino pegado a la pared -no sé por qué- como si quisiera protegerme de algún potencial peligro.
     En la oficina se ha corrido la voz de que tengo en casa una cama un poco especial. Disponer de una cama giratoria como la mía tiene su cosa. Y si además es redonda, aparte del mareo que te pueda proporcionar, también da mucho morbo.
     ¡Si lo sabré yo!