domingo, 23 de diciembre de 2012

     Echo de menos aquellos tiempos en que viajabas en tren como en familia. Los trenes de aquel entonces no eran como ese pájaro genérico que vuela bajito a 300 Km/h. Había trenes con máquinas de carbón en los que, al entrar en un túnel, más te valía subir la ventanilla si no querías morir intoxicado por el humo. Eran tiempos de economías restringidas en que sacabas billete para el vagón de tercera, que tenía asientos corridos de madera.
     ¡Jo! La gente era muy maja y enseguida te daba conversación y, al final, a veces descubrías que aquella persona era pariente lejana de una prima segunda de tu cuñada Agustina, la de Valladolid, que se había casado con Agapito, el muchacho aquel que estuvo haciendo la mili con un primo tuyo en La Bañeza. Y te dabas cuenta de que el mundo es un pañuelo.
     Oye, entonces te daba una alegría enorme retrotraerte a aquellos tiempos y prometías llevarle recuerdos de su parte. ¡Qué emoción sentías! Y qué satisfacción la del deber cumplido cuando, finalmente, le transmitías esos recuerdos a la citada persona. Ella te los devolvía llena de fervor y cariño y te encomendaba la misión de devolvérselos pero, claro, eso ya era más complicado por razones obvias.
     ¡Bueno (je, je)! Y cuando un desconocido bajaba del compartimento de las maletas aquella cesta enorme de mimbre, que era algo así como un cajón de sastre lleno de comida de todo tipo: chorizo del pueblo, -de la matanza, naturalmente; salchichón, bocadillo de tortilla de patatas, la tartera con pimientos (que el “tupper” aún no se había inventado), la hogaza de pan hecho a mano y la navaja de Albacete y, tras apuntarte con ésta, como si te estuviera atracando, te decía: ¿Ud. gusta?
     ¡Y a ver quién era el guapo que le decía que no! ¡Oh…! A ver quién podía resistirse a tamaña tentación.
     Luego de un traguico de la bota de vino, en animada conversación o echando una partidica de cartas y, tras fumarnos un cigarrillo recién liado, sellábamos una eterna amistad.
     ¡Qué tiempos!


Nota del autor: Durante estas vacaciones navideñas no publicaré nada. Os concedo un pequeño descanso. Mientras, prepararé alguna nueva tontería de esta entrañable familia.
Nos vemos puntualmente el 13 de enero de 2013. Que paséis una feliz Navidad, que tengáis unos buenos Reyes y, lo dicho, hasta entonces.

domingo, 16 de diciembre de 2012

     Mi hijo, el de Barcelona, es un tipo feliz, pero últimamente está enfadado con el mundo. Resulta que sus amigos se van casando. Su “pandi” se va reduciendo lenta e inexorablemente y ya solo se ven de tiempo en tiempo y, cada vez menos. En el último año se le han casado dos “coleguis”, y otro está a punto.
     Y, claro, esto produce en él y en su chica, una especie de desasosiego existencial porque se van dando cuenta de que poquito a poco van quedándose solos. Así que, en nuestro último encuentro, con mucha calma, nos planteó que estaban pensando en cambiar su estado civil.
     A mí, que a veces me dan ataques cachondos mentales, es un decir, le solté algo así como:
 - ¿Vas a hacer el servicio militar ahora?
 - Papá… No te quedes conmigo –respondió visiblemente enojado. Te estoy hablando en serio.
 - Pues hijo, no lo entiendo -mentí . Tú te has mostrado toda la vida como una persona liberal y siempre has predicado que lo importante es que las personas se quieran, no sus papeles.
- Ya, -responde un poco dubitativo- pero es que siento que la sociedad me estafa. Si te casas, tienes todos los parabienes sociales. Si no lo haces, te miran como a un tipo simpático, un poco loco, que va a su aire; pero no tienes ningún derecho social, ninguna prerrogativa. Ni siquiera tienes derecho a heredar o recibir una pensión en caso de fallecimiento de tu pareja. Por otra parte, ¿por qué tenemos que perder 15 días de vacaciones pagadas por un papel? Eso no es justo –confirma.
     La verdad es que me parece que no deja de tener su lógica, pero sigo chinchándole:
- ¿Y tus principios? –le acorralo. ¿Tienes más si no me gustan estos? –le lanzo como pulla.
- Ya, bueno… -se excusa. La gente evoluciona, las ideas se adaptan a las nuevas situaciones… No hay que ser inmovilistas.
-  Bien, bien, replico conciliador (no vale la pena hacer sangre).
De repente, mi mujer empieza a llorar. La miramos sorprendidos.
- No, no me pasa nada –hipa. Es que estoy muy contenta. Esa chica… parece tan maja… Te hace tan feliz…
(A mí, esta mujer –la mía, claro- es que me desespera. Cuando no es por una cosa es por otra. ¡Siempre igual!)
- Mamá, que tampoco es seguro que nos casemos… -la anima.
Pero ya hace rato que mi mujer no escucha. Ha dicho lo que tenía que decir y sigue gimoteando, a lo suyo. Al cabo de un rato cesa repentinamente en sus lloriqueos y pregunta muy seria y solemne:
- Hijo, tengo una duda: ¿Te vas a cortar el pelo? ¿Te vas a casar con esa camiseta? ¿Te vas a adecentar un poco? (ver el episodio del 24 de junio).
     A mí me asaltan un montón de dudas, ya que, conociendo a mi hijo y sabiendo cuáles son sus gustos, no lo veo claro del todo. El día de la boda (si finalmente esta llega) mi mujer y yo iremos muy elegantes. Ella, madrina, del brazo de su hijo. Y su novia y él, ¿camiseta de tirantes con agujeros y pantalones “Aladdin”? ¿De Prada o de Armani? Las sandalias, ¿unos “Manolo’s? (Blahnik, of course)”. Las rastas, ¿“chez” Llongueras, quizás? ¿O tal vez de Rachel Zoe? El piercing  y los aretes, ¿de Tiffany, NY city?
     ¡Ah!, Chi lo sa.

domingo, 9 de diciembre de 2012

     Ya sé que las poesías que robo de los diarios de la Susi, no pasarían de la primera fase eliminatoria en un concurso literario de poesía de pueblo pero, os las traigo aquí porque sé que sois almas sensibles y puras como la de ella y las apreciáis en lo que valen, siquiera sea por el cariño con que las escribe y por el desgarro doloroso que hay en alguna.

domingo, 2 de diciembre de 2012


     Mi Santa es de esas mujeres tradicionales, de las de toda la vida, que ya, desgraciadamente, no se llevan. De gustos sencillos, coqueta, pero descatalogada. Se pasea por la vida a la antigua usanza. Viste con naturalidad, se adorna con lo justo y siempre va emperifollada cuando sale a la calle. En casa se relaja y prepara su aspecto exterior. Es muy apañada y le gusta tener los rulos siempre puestos para que su peinado esté a punto. La laca se la compra por bidones, creo yo. Desde luego, no se le mueve un pelo de su sitio, ya haya vendaval en la tierra o galerna en el mar. Se pasea por la casa con su bata de boatiné y duerme con redecilla. De esta guisa no presenta un aspecto muy glamuroso, ciertamente. Sus modelitos son de estilo clásico. A veces se los corta y cose ella misma con una vieja “Singer”; y otras, le ayuda una amiga que hizo un cursillo de corte y confección con CEAC, creo. Es frecuente escuchar a cualquier hora del día el clásico ritmo mecánico de la vieja máquina de coser.  Pero también se los compra “prêt-à-porter” con el dinero que me sisa todas las semanas. Duerme con camisón en verano o con pijama de franela en invierno y con los bigudíes puestos, lo cual invita a soñar con prontitud con los angelitos.
     El pelo lo tiene rubio, a mechas, y confieso que realmente no sé de qué color es en verdad, porque siempre se lo he conocido así. En alguna parte escuché que la mayoría de los hombres, a partir de los 40 somos calvos y, las mujeres, en cambio, son todas rubias. Ella, desde luego, es una precursora en esto de teñirse el pelo.
     Se empolva la cara con mucho mimo y dedicación y, reserva, generalmente, un viernes al mes por la tarde para ir a la peluquería. Allí está en su ambiente. Coincide con sus amigas, cotillea las revistas de moda (aunque no la siga nunca), se entera de los chascarrillos y de la vida social de los famosetes del momento y critica todo lo que se le pone por delante. Son los dulces momentos en que aprovecho para hacer mis cosas y ser yo mismo.
     ¡Libre, al fin!