domingo, 23 de febrero de 2014

Pasar a mejor vida

     “Pasaré a mejor vida”. Eso creía yo que iba a ocurrir cuando me decidí a firmar los papeles de la propuesta de jubilación que me hizo mi jefe: que pasaría a mejor vida. ¡Ja!
     Hombre, la verdad es que no tener que levantarte a las 7 de la mañana para ir al trabajo es mucho. Quedarte en la cama un ratito más, remolonear y desperezarte a tu aire es una gozada, francamente. Homogeneizar los días de la semana, saber que siempre es domingo, un sueño. Disponer de tu tiempo para dedicarlo a tus cosas es demasiado. Leer, escribir, pasear, “bricolear” a gusto, sencillamente insuperable.
     Pasé algún tiempo mientras se tramitaba mi solicitud de jubilación venga a hacer planes: se acabó poner el despertador; a partir de ahora desayunaría en la cama mientras leía los diarios en internet. A media mañana, bien desperezado y con el cuerpo bien dispuesto, me pondría manos a la obra en mis proyectos de bricolaje. A mediodía, acudiría a almorzar con mis excompañeros de trabajo, a darles un poco de envidia...
-    Antón, qué bien te ves –me dirían. Cómo se nota que vives en otra galaxia –añadirían con cierta envidia.
     Y yo, le quitaría importancia al asunto con una mentirijilla piadosa del tipo:
-     “No creas, no creas, que la vida es muy monótona. Al principio, bien; pero luego te acostumbras, echas de menos a los compañeros, te aíslas socialmente y... la verdad, algunas veces os envidio un poco. Lleváis una vida tan ordenada... Y no como yo, que no sé en qué día vivo”.
    Por la tarde, siesta, un paseo y lectura que alternaré con la escritura de mis memorias, que serán, sin duda, todo un bestseller entre mis amigos. En fin, una vida de pequeños placeres que me he ganado a través de mis años de trabajo.
     Pero está visto que mi Santa iba haciendo sus planes al tiempo que yo los míos. Y, sin duda, eran bien diferentes:
-“Tráeme el desayuno a la cama. Me voy a la pelu. Saca el lavavajillas. Pon la lavadora y tiéndela. Pasa el aspirador. Controla la comida, que está en el fuego. Hoy vendré tarde, que me quedo a comer en casa de Puri..." Y así.
     Ahora bien, le he dejado las cosas muy, pero que muy claras:
     El jueves, libro.
     ¡Faltaría más!



domingo, 16 de febrero de 2014

Mi infancia (6)

     Coleccionábamos de todo. Apreciábamos mucho los billetes de tren que buscábamos afanosamente en las vías o bien se los solicitábamos a los viajeros al final del recorrido. Eran de cartón, rectangulares, como fichas de dominó grandes que guardábamos cuidadosamente en las pequeñas cajas de cerillas a las que habíamos quitado el recipiente en el que se depositaban aquéllas. Todo ello lo atesoraba en una gran caja de zapatos. El conjunto quedaba muy propio. Los billetes servían como moneda de cambio para los juegos.
     Si jugábamos a “montar”, los dejábamos caer desde una altura determinada pegados a la pared. El billete que montaba se quedaba con todos los que había en el suelo. Aquellos billetes tenían valor facial. Los billetes más deseados eran los de primera clase que no estuvieran picados o taladrados; luego, los de segunda y, finalmente, los de tercera. Como también eran de colores diferentes, teníamos un abanico importante para cambiarlos en nuestro particular mercado. Así, por ejemplo, los de primera sin picar que tuvieran una raya roja eran los más buscados y se podían cambiar por varios de segunda o de tercera clase -a precio de mercado- el cual venía determinado por las ansias de usura de nosotros según el día y el pardillo de turno.
     Ya asomaban claramente los destellos negociadores, predelincuenciales y mafiosillos de los miembros  que formábamos aquella banda de “moco verde”.
     En mis múltiples tardes ociosas de reclusión, con buen tiempo, y cansado de leer o de maquinar barbaridades, decidía ponerlas en práctica. Así, por ejemplo, acostumbraba a asomarme a la ventana y charlaba  con mis amigos –me gritaban, más bien- las últimas novedades de aquéllos que disponían del bien más preciado para mí de la libertad no restringida.
     Yo era “de la piel del diablo” –término que acuñaron contra mí algunas de las beatas bien pensantes que en otro tiempo se admiraron de mis dos coronillas y de mi indómito peinado. También yo era un poco huevón y gilipichi: un “toca narices”, al fin y al cabo, como os relato a continuación:
     De vez en cuando me asomaba a la ventana y echaba billetes de tren como si fuera un sabroso maná que todo el mundo quisiera atrapar. Aquellos angelitos se lanzaban en pos de ellos y, cuanto más enfrascados estaban mis compañeros en recoger aquel producto de origen casi celestial, cuando más ahínco ponían en atrapar aquella lluvia inopinada de billetes, repentinamente les caía un aguacero procedente de mi mala leche concentrada y de un hermoso cubo. Luego, con la celeridad del rayo, cerraba la ventana y me escondía como si ello pudiera minorar la sed de venganza de aquellos bañistas improvisados.
      A veces tenía suerte y, como pasaba tanto tiempo castigado, a mi regreso a la vida en la calle con la pandilla se habían olvidado aquellos incidentes.
     En cambio, otras, ocurría que me estaban esperando para hacerme pagar por todas mis gamberradas.
     ¡Inmisericordes!

domingo, 9 de febrero de 2014

Jubilación

     Ayer recibí una noticia que no querría haber recibido en la vida; al menos, en mucho tiempo. Mi jefe se acercó a mí, como otras veces, para supervisar mi trabajo, charlar conmigo y contrastar opiniones. Arrimó una silla y se sentó a mi lado como había hecho en tantas y tantas ocasiones. Me preguntó:
     -¿Cómo van los “rankings”? ¿Hemos mejorado? (Justamente tenía en ese momento la estadística de barras del último período y se la mostré).
     -No está mal, -respondí con cierto entusiasmo. Creo que hemos mejorado un poco. Dados los tiempos que vivimos no me parece una mala evolución –añadí.
     Titubeó un poco.
      -¿Quieres un café? –me preguntó.
    -Buf, -resoplé. No, gracias, no. Acabo de tomarme uno. Van a ser demasiados –le respondí. Últimamente tengo la tensión un poco alta y tengo que cuidarme –zanjé.
     -Antón... -susurró mi jefe en un tono gutural, algo resacoso, que pareciera que le costaba respirar. Tengo una propuesta... (hizo una breve pausa y continuó) que no... (nueva pausa; ahora me miró a los ojos y añadió al tiempo que enarcaba suavemente las cejas) que no... (repitió) podrás... rechazar... (y estiró el final de estas palabras hasta el infinito, al tiempo que rodeaba con su brazo mi cuerpo)...
     Por un momento me estremecí. Había algo demasiado solemne y misterioso en sus palabras. Su tono me inquietaba.
     -¿Dónde habré oído yo estas palabras? –pensé. Y como un relámpago acudieron a mi mente las palabras de don Vito Corleone (Marlon Brando) a Johnny Fontane (Al Martino) en El padrino.
     -Verás, -me dijo en tono paternalista- te he incluido en la lista. Aún no es definitiva –intentó tranquilizarme. Creo que es, sin embargo, una buena opción.  
     Parecía ser una buena oferta, pero yo estaba incómodo.     
    Hablaba con frases entrecortadas y firmes que él alargaba intencionadamente para darle un aire más inquietante aún. Eran como pequeños picotazos que yo recibía en mi cabeza. Me alargó un papel. Comprendí enseguida que eran las condiciones que yo podría firmar si quería. A bote pronto no parecían demasiado malas. Había que hacer ajustes en la empresa y eliminar personal. Debería pensarlo porque, en el fondo, el cambio era brusco y, aunque no puedo quejarme de la vida que llevo en la oficina...
     Pasaría a mejor vida.

domingo, 2 de febrero de 2014

Yo estuve allí

     Estuve con mi Santa en la convocatoria “Rodea el Congreso” del pasado 25 de septiembre de 2012. No hace falta que os cuente que no pudo ser, ni de cómo estaba aquello de protegido. Posteriormente, a la convocatoria del 14 de diciembre, no pudimos acudir.
     Mi Santa es una persona algo testaruda y perseverante, de modo que aquello, aunque en alguna medida le frustró, le dio argumentos para ver la manera de conseguir el objetivo previsto. Aquel día, ella, como el general MacArthur cuando hubo de abandonar las Filipinas ante el ataque japonés, exclamó: “Me voy, pero volveré”. Y se prometió que lo lograría.
     Yo, en aquel momento, no le di mayor importancia. ¡Cosas de mi mujer!-pensé. Ya se le pasará. Lo mismo que a mí, que se me olvidó completamente.
    Pero la vida sigue, y así, un buen día me invitó a visitar Madrid. Eligió las fechas navideñas porque la ciudad, en esos días está muy bonita, muy adornada, hay mucho  ambiente... 
  Como unos turistas más paseamos por sus calles, recorrimos sus avenidas, caminamos lo que no está escrito, nos dieron las tantas... y caímos -¡mira tú!- por Neptuno. Creo que ya había entrado la madrugada y no había apenas gente. De allí, por la Carrera de San Jerónimo, al Congreso de los Diputados. Ante la puerta principal, el segurata de turno, tocado con tricornio, se paseaba -aburrido- entre los leones de la entrada. Salió de su indiferencia cuando me aproximé (se ve que en exceso) a la entrada con intención de sacar una foto. Se acercó a mí para advertirme, momento en que mi Santa, en un alarde de juventud, arrancó a correr como una loca al grito de “banzai”, a modo de ataque militar desesperado, y se coló por la calle Fernanflor, que está justito a la derecha del edificio según se mira. El guardia civil, sorprendido, intentó en un principio perseguirla. Apenas dio tres o cuatro pasos y regresó donde yo estaba, pero se encontró con que yo ya me había alejado lo suficiente de allí como para que él abandonara su puesto. Con desgana, se encogió de hombros y debió de pensar lo mismo que yo.
   Casi no me había recuperado del susto cuando, por la calle Zorrilla esquina con la Carrera de San Jerónimo, apareció ella exultante. Su rostro, feliz, triunfante...Estaba pletórica e iba haciendo con los dedos el signo de la victoria.
     ¡Lo había conseguido!