Coleccionábamos de todo. Apreciábamos
mucho los billetes de tren que buscábamos afanosamente en las vías o bien se
los solicitábamos a los viajeros al final del recorrido. Eran de cartón,
rectangulares, como fichas de dominó grandes que guardábamos cuidadosamente en
las pequeñas cajas de cerillas a las que habíamos quitado el recipiente en el
que se depositaban aquéllas. Todo ello lo atesoraba en una gran caja de zapatos.
El conjunto quedaba muy propio. Los billetes servían como moneda de cambio para
los juegos.
Si jugábamos a “montar”, los dejábamos
caer desde una altura determinada pegados a la pared. El billete que montaba se quedaba con todos los que había en el suelo. Aquellos billetes tenían valor
facial. Los billetes más deseados eran los de primera clase que no
estuvieran picados o taladrados; luego, los de segunda y, finalmente, los de
tercera. Como también eran de colores diferentes, teníamos un abanico
importante para cambiarlos en nuestro particular mercado. Así, por ejemplo, los
de primera sin picar que tuvieran una raya roja eran los más buscados y se
podían cambiar por varios de segunda o de tercera clase -a precio de mercado-
el cual venía determinado por las ansias de usura de nosotros según el día y el
pardillo de turno.
Ya asomaban claramente los destellos
negociadores, predelincuenciales y mafiosillos de los miembros que formábamos aquella
banda de “moco verde”.
En mis múltiples tardes ociosas de reclusión, con buen
tiempo, y cansado de leer o de maquinar barbaridades, decidía ponerlas en
práctica. Así, por ejemplo, acostumbraba a asomarme a la ventana y charlaba con mis amigos –me gritaban, más bien- las últimas novedades de aquéllos que disponían del bien más preciado para mí de la libertad no restringida.
Yo era “de la piel del diablo” –término
que acuñaron contra mí algunas de las beatas bien pensantes que en otro tiempo
se admiraron de mis dos coronillas y de mi indómito peinado. También yo era un
poco huevón y gilipichi: un “toca narices”, al fin y al cabo, como os relato a
continuación:
De vez en cuando me asomaba a la ventana y echaba
billetes de tren como si fuera un sabroso maná que todo el mundo quisiera
atrapar. Aquellos angelitos se lanzaban en pos de ellos y, cuanto más
enfrascados estaban mis compañeros en recoger aquel producto de origen casi celestial,
cuando más ahínco ponían en atrapar aquella lluvia inopinada de billetes,
repentinamente les caía un aguacero procedente de mi mala leche concentrada y
de un hermoso cubo. Luego, con la celeridad del rayo, cerraba la ventana y me
escondía como si ello pudiera minorar la sed de venganza de aquellos bañistas
improvisados.
A veces tenía suerte y, como pasaba tanto
tiempo castigado, a mi regreso a la vida en la calle con la pandilla se
habían olvidado aquellos incidentes.
En cambio, otras, ocurría que me estaban
esperando para hacerme pagar por todas mis gamberradas.
¡Inmisericordes!
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