Soy una persona algo obsesiva con
mi salud. No es que sea un hipocondríaco, pero me preocupo por ella. La semana
pasada padecí un pequeño accidente doméstico y me llevé un buen susto: me caí
en la bañera y me di un tremendo golpe en la parte parietal occipital del
cráneo (todo ello según la versión del sesudo galeno que me atendió en
urgencias).
Al escuchar el sonoro batacazo que me
arreé, acudió presta al aseo mi Santa quien, tras constatar mi penoso estado,
se desmayó.
De modo que allí estaba yo solo e inerme
para solucionar aquella extraña situación. Tras incorporar penosamente mi
cuerpo doliente como pude, me sequé, me vestí, espabilé –a medias- a mi Santa y
la metí en el coche no sin grandes dificultades.
Allá que llegué a urgencias y allí que me
surgió la primera duda: ¿a quién debían atender antes? Yo dije que “las damas
primero” (la educación machista recibida es lo que tiene), aunque a mí me
doliera terriblemente la cabeza. Apenas me había percatado de
que tenía una brecha de la que aún manaba un hilillo de sangre ya casi
coagulado. Iba a medio vestir. Mi cara, ensangrentada, debía de ser un “poema”.
La gente me miraba con estupor, como si se hubieran encontrado repentinamente
con Norman Bates, el de “Psicosis”. Me cedían el paso, medrosos, como si fuera
un terrible asesino o un apestado.
Finalmente me derrumbé. No sé bien cuánto
tiempo pasó desde que accedí a urgencias hasta que salí por la
puerta del hospital, pero me pareció una eternidad. En contra de lo que la
gente pudiera pensar, no regresé con un turbante en la cabeza, ni siquiera con
un esparadrapo o un vendaje llamativo. A mí, la verdad, me habría gustado que
así hubiera sido, para poder fardar en la oficina o siquiera para parecer
importante delante de mi Santa y que me tuviera en cuenta por una temporada y
que me cuidara, me diera calditos, me hiciera mimos... En fin, que me hiciera
todas esas cosas que nos gustan a los hombres que no presumimos todos los días de
machotes.
En realidad salí del hospital un poco
abatido, triste, desolado y un poco avergonzado porque, aparte del chichón
evidente que llevaba (bañado en betadine)
y un par de puntos de sutura que me habían colocado, no había nada más.
Mi Santa, muy cariñosa, se acercó a mí
rauda y veloz; acercó sus manos a mi rostro y examinó mi herida. Tras unos
segundos gritó “urbi et orbi”: “Debería darles vergüenza tener matasanos que no
saben hacer una vainica doble”.
Para vergüenza, la mía. Sí.