domingo, 26 de enero de 2014

Urgencias

     Soy una persona algo obsesiva con mi salud. No es que sea un hipocondríaco, pero me preocupo por ella. La semana pasada padecí un pequeño accidente doméstico y me llevé un buen susto: me caí en la bañera y me di un tremendo golpe en la parte parietal occipital del cráneo (todo ello según la versión del sesudo galeno que me atendió en urgencias).
     Al escuchar el sonoro batacazo que me arreé, acudió presta al aseo mi Santa quien, tras constatar mi penoso estado, se desmayó.
     De modo que allí estaba yo solo e inerme para solucionar aquella extraña situación. Tras incorporar penosamente mi cuerpo doliente como pude, me sequé, me vestí, espabilé –a medias- a mi Santa y la metí en el coche no sin grandes dificultades.
     Allá que llegué a urgencias y allí que me surgió la primera duda: ¿a quién debían atender antes? Yo dije que “las damas primero” (la educación machista recibida es lo que tiene), aunque a mí me doliera terriblemente la cabeza. Apenas me había percatado de que tenía una brecha de la que aún manaba un hilillo de sangre ya casi coagulado. Iba a medio vestir. Mi cara, ensangrentada, debía de ser un “poema”. La gente me miraba con estupor, como si se hubieran encontrado repentinamente con Norman Bates, el de “Psicosis”. Me cedían el paso, medrosos, como si fuera un terrible asesino o un apestado.
     Finalmente me derrumbé. No sé bien cuánto tiempo pasó desde que accedí a urgencias hasta que salí por la puerta del hospital, pero me pareció una eternidad. En contra de lo que la gente pudiera pensar, no regresé con un turbante en la cabeza, ni siquiera con un esparadrapo o un vendaje llamativo. A mí, la verdad, me habría gustado que así hubiera sido, para poder fardar en la oficina o siquiera para parecer importante delante de mi Santa y que me tuviera en cuenta por una temporada y que me cuidara, me diera calditos, me hiciera mimos... En fin, que me hiciera todas esas cosas que nos gustan a los hombres que no presumimos todos los días de machotes.
     En realidad salí del hospital un poco abatido, triste, desolado y un poco avergonzado porque, aparte del chichón evidente que llevaba (bañado en betadine) y un par de puntos de sutura que me habían colocado, no había nada más.
     Mi Santa, muy cariñosa, se acercó a mí rauda y veloz; acercó sus manos a mi rostro y examinó mi herida. Tras unos segundos gritó “urbi et orbi”: “Debería darles vergüenza tener matasanos que no saben hacer una vainica doble”.
     Para vergüenza, la mía. Sí.

domingo, 19 de enero de 2014

Soledad (La Susi íntima)

     Apenas tenemos noticias relevantes de la Susi desde que decidió irse a EE.UU. He rebuscado en su diario algo ilusionante que mantenga vivo su recuerdo. He escogido esta poesía que, aunque no es gran cosa, muestra bien a las claras un poquito de su ternura. 
     O a mí, así me lo parece.










domingo, 12 de enero de 2014

Mi infancia (5)

     A veces, cansado de la lectura o simplemente por distracción, me asomaba a la ventana de mi habitación y veía a los niños del barrio jugar en la plazoleta de debajo de mi casa a las chapas, la peonza o al “gua” con las canicas.
     Juguetes no teníamos muchos y la mayoría eran de fabricación casera. Por ejemplo, las chapas de las botellas las revestíamos interiormente con la imagen de nuestros deportistas favoritos. Después le colocábamos encima, lo más ajustado posible, un cristal que habíamos cogido previamente del vertedero, al que finalmente recortábamos y redondeábamos a base de comerle los bordes al introducirlo entre juntas de baldosas (imaginaos cómo acabarían estas) y, finalmente, lo fijábamos con masilla de cristalero, que era como una especie de plastilina que olía muy mal. Así teníamos enmarcados a nuestros héroes. Si se trataba de fútbol, Puskas, Suárez, Gento... O ciclistas como Manzaneque o Bahamontes eran nuestros favoritos.
     Las chapas eran un bien muy preciado. Con tiza que cogíamos de la escuela, pintábamos circuitos ciclistas que había que seguir sin salirse del camino. Aquello tenía de todo: ríos en los que si caías te obligaban a empezar; estrechamientos por los que no cabían dos chapas y, que en caso de que una chocara con la otra y la sacara del camino, debía pagar con billetes de tren, con otra chapa o con alguna canica, la posibilidad de poder seguir en la carrera, etc.
     Las canicas las elaborábamos con barro del monte, modelado y redondeado, puesto a secar y cocido al horno; después, una manita de pintura si se podía. Aquello, como es evidente, constituía una guarrería de innumerables huellas que yo iba dejando por toda la casa con el enfado consiguiente de mi madre, mayormente, quien se “bastaba” por sí sola y a la que no le temblaba el pulso lo más mínimo.
     Tenía mi madre un arte, un saber hacer, un control y un dominio de la zapatilla más que evidente a juzgar por la cantidad de zapatillazos que yo recibía cada día. Y eso, a pesar de que era bastante rápido en evitarla por la cuenta que me tenía. Esas situaciones cotidianas no supusieron para mí ningún trauma infantil, ni la denuncié ante un juez de menores. Tampoco le oí decir jamás “ya verás cuando llegue tu padre” o cosas parecidas.
     Porque, ya, “si eso”, también él me atizaba.