A veces, cansado de la lectura o
simplemente por distracción, me asomaba a la ventana de mi habitación y veía a
los niños del barrio jugar en la plazoleta de debajo de mi casa a las chapas,
la peonza o al “gua” con las canicas.
Juguetes no teníamos muchos y la
mayoría eran de fabricación casera. Por ejemplo, las chapas de las botellas las
revestíamos interiormente con la imagen de nuestros deportistas favoritos.
Después le colocábamos encima, lo más ajustado posible, un cristal que habíamos
cogido previamente del vertedero, al que finalmente recortábamos y
redondeábamos a base de comerle los bordes al introducirlo entre juntas de
baldosas (imaginaos cómo acabarían estas) y, finalmente, lo fijábamos con
masilla de cristalero, que era como una especie de plastilina que olía muy mal.
Así teníamos enmarcados a nuestros héroes. Si se trataba de fútbol, Puskas,
Suárez, Gento... O ciclistas como Manzaneque o Bahamontes eran nuestros
favoritos.
Las chapas eran un bien muy preciado. Con
tiza que cogíamos de la escuela, pintábamos circuitos ciclistas que había que
seguir sin salirse del camino. Aquello tenía de todo: ríos en los que si caías
te obligaban a empezar; estrechamientos por los que no cabían dos chapas y, que
en caso de que una chocara con la otra y la sacara del camino, debía pagar con
billetes de tren, con otra chapa o con alguna canica, la posibilidad de poder
seguir en la carrera, etc.
Las canicas las elaborábamos con barro del
monte, modelado y redondeado, puesto a secar y cocido al horno; después, una
manita de pintura si se podía. Aquello, como es evidente, constituía una
guarrería de innumerables huellas que yo iba dejando por toda la casa con el
enfado consiguiente de mi madre, mayormente, quien se “bastaba” por sí sola y a
la que no le temblaba el pulso lo más mínimo.
Tenía mi madre un arte, un saber hacer, un
control y un dominio de la zapatilla más que evidente a juzgar por la cantidad
de zapatillazos que yo recibía cada día. Y eso, a pesar de que era bastante
rápido en evitarla por la cuenta que me tenía. Esas situaciones cotidianas no
supusieron para mí ningún trauma infantil, ni la denuncié ante un juez de
menores. Tampoco le oí decir jamás “ya verás cuando llegue tu padre” o cosas
parecidas.
Porque, ya, “si eso”, también él me
atizaba.
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