domingo, 12 de enero de 2014

Mi infancia (5)

     A veces, cansado de la lectura o simplemente por distracción, me asomaba a la ventana de mi habitación y veía a los niños del barrio jugar en la plazoleta de debajo de mi casa a las chapas, la peonza o al “gua” con las canicas.
     Juguetes no teníamos muchos y la mayoría eran de fabricación casera. Por ejemplo, las chapas de las botellas las revestíamos interiormente con la imagen de nuestros deportistas favoritos. Después le colocábamos encima, lo más ajustado posible, un cristal que habíamos cogido previamente del vertedero, al que finalmente recortábamos y redondeábamos a base de comerle los bordes al introducirlo entre juntas de baldosas (imaginaos cómo acabarían estas) y, finalmente, lo fijábamos con masilla de cristalero, que era como una especie de plastilina que olía muy mal. Así teníamos enmarcados a nuestros héroes. Si se trataba de fútbol, Puskas, Suárez, Gento... O ciclistas como Manzaneque o Bahamontes eran nuestros favoritos.
     Las chapas eran un bien muy preciado. Con tiza que cogíamos de la escuela, pintábamos circuitos ciclistas que había que seguir sin salirse del camino. Aquello tenía de todo: ríos en los que si caías te obligaban a empezar; estrechamientos por los que no cabían dos chapas y, que en caso de que una chocara con la otra y la sacara del camino, debía pagar con billetes de tren, con otra chapa o con alguna canica, la posibilidad de poder seguir en la carrera, etc.
     Las canicas las elaborábamos con barro del monte, modelado y redondeado, puesto a secar y cocido al horno; después, una manita de pintura si se podía. Aquello, como es evidente, constituía una guarrería de innumerables huellas que yo iba dejando por toda la casa con el enfado consiguiente de mi madre, mayormente, quien se “bastaba” por sí sola y a la que no le temblaba el pulso lo más mínimo.
     Tenía mi madre un arte, un saber hacer, un control y un dominio de la zapatilla más que evidente a juzgar por la cantidad de zapatillazos que yo recibía cada día. Y eso, a pesar de que era bastante rápido en evitarla por la cuenta que me tenía. Esas situaciones cotidianas no supusieron para mí ningún trauma infantil, ni la denuncié ante un juez de menores. Tampoco le oí decir jamás “ya verás cuando llegue tu padre” o cosas parecidas.
     Porque, ya, “si eso”, también él me atizaba.


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