domingo, 31 de marzo de 2013

     Son como niños, Pablo, son como niños. Te lo cuento. Ya sabes que no hay ayuntamiento, corporación municipal o concejo que se precie, que no disponga, -a base de nuestros impuestos, naturalmente-, de fabulosas instalaciones deportivas municipales, que la salud y la forma física de los contribuyentes es muy legítima y necesaria, ya que si estos pobrecitos explotados fenecieran, ¿quién habría de seguir pagando las formidables expensas que nos cuestan los políticos? Bueno, no quiero ponerme muy crítico con esta pandilla de golfos apandadores, así que dejémoslo estar.
     El caso es que de un tiempo a esta parte les ha dado por llevar -al público en general y al pagano en particular- las bondades del ejercicio físico. ¿Cómo? ¿Con grandes campañas publicitarias? ¿Con educación social? ¿Con concienciación educativo-formativa? 
     ¡Quia!
     Se han gastado una pasta gansa en sacar a la calle la cultura del “bien estar”, o sea, del estar en forma, montar unos parques gimnásticos eólico-sociales-recreativos, al aire libre y con poco gasto, es decir, para mantener en “forma” a un segmento de la sociedad: la tercera, cuarta o quinta edad; esa gente perezosilla que, harta de trabajar toda la vida, se adhiere a su derecho a vivir según su criterio del “dolce far niente”, tan mediterráneamente genuino, y que ha decidido morirse lo más tarde posible.
     Sucede que esos ayuntamientos, corporaciones municipales -o lo que diablos sean (con perdón)- son unos irresponsables o unos retorcidos villanos.
     Los viejos, -¡qué caramba!- son una especie en peligro de supervivencia. Cuestan un ojo de la cara en recursos médicos, medicamentos farmacéuticos, cuidados, terapias, rehabilitaciones... Pero son molestos porque tardan en morirse y ya no aportan, aunque sí consumen, ingentes cantidades de recursos públicos que antes pagaron para otros.
     Así que, ¡a por ellos! (disimuladamente, -of course-, sin que se note). Por eso, en el maremágnum de aparatos formativos, saludables, vigorizantes, etc. han olvidado(?) casualmente añadir algún cartel con las recomendaciones / instrucciones de uso.
     Mi Santa, que ya sabes cómo es, se lanzó nada más verlos, a darles un uso conveniente. Por más que le recomendé moderación, sosiego, calma, consejo y, sobre todo, cordura de uso, ella, cegada por la emoción, por el deseo de rejuvenecimiento “fórmula gimnasio en 10 días” se lanzó insensata –como una insensata niña -a reconducir sus dificultades atléticas en un santiamén.
     Y como “lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible”, no pude convencerla de la tontería que estaba cometiendo, aventurando su integridad física en tan vano intento de rejuvenecimiento exprés.
     Total, que se me dislocó la tibia y el peroné izquierdos y tiene una fisura en una costilla flotante causados por una caída de lo más tonta.
     Pero todo tiene sus ventajas. A partir de ahora tengo motivos para darle por donde más le duele: depende de mí.
     ¡Qué “malo” soy!

domingo, 24 de marzo de 2013

     Madre, yo quiero ser artista. Creo que alguna vez  todos hemos tenido ensoñaciones de ese tipo. Pero, ¿por qué será que nos gusta conseguir aquello que queda muy lejos de nuestro alcance? Podríamos intentar aspirar a lograr metas sencillas. Pero, no; lo que nos gusta es lograr metas casi imposibles para las que no estamos, ni de lejos, dotados.
     Tenía yo un amigo en la infancia que quería ser cantante de ópera. Decía que vivían muy bien, ganaban mucho dinero, se pasaban el día viajando y cantando. Cigarras, vaya.
Para lograrlo, participaba en el coro del colegio y era primera voz solista. Estaba muy orgulloso de sus éxitos pero, ¡oh, la vida! ¡Cuánta crueldad, cuánto desengaño!
     Resulta que, como todo bicho viviente, creció, se desarrolló y... le cambió la voz. Adiós cuentos de lechera, adiós proyectos, adiós viajes y placer.
     A mí me habría gustado ser aviador, piloto, emular a los grandes navegantes y lograr grandes metas. Por desgracia, tengo aversión a las alturas, vértigo, y soy incapaz de lanzarme al agua desde un trampolín en la piscina municipal de mi pueblo en un día canicular de verano.
     Descartada esa opción, me incliné por un mundo más próximo y tangible. El del dinero. Bueno, lo de próximo y tangible, cuando lo posees. Yo tenía, sin embargo, la esperanza de lograrlo. Era la época de los personajes hechos a sí mismos. Onassis, Rockefeller, Bill Gates, mi tío... Nunca entendí bien lo de los panes y los peces, así que, si no conoces el truco, malamente podrás hacer magia. Nunca me enriquecí.
     Cuando me hice adolescente me planteé metas más realistas, que no reales. Así que me puse manos a la obra. Estudié Ciencias Económicas y Empresariales y me planteé entrar a trabajar en un gran banco, vestir de cuello blanco y ser un gran prohombre. Los deseos y la cruda realidad se confunden muchas veces. Los sueños viajan por un lado y la vida, indiferente, unas veces viaja en paralelo y nos adelanta por la izquierda o por la derecha, indistintamente; y otras, nos atropella pasándonos por encima. Mi familia tuvo problemas económicos – ironías de la vida- y tuve que ponerme a trabajar. De modo que los estudios quedaron colgados, aunque luego los finalicé. Ya, las oportunidades no fueron las mismas. Alejado de toda posibilidad de enriquecerme con facilidad, me puse a trabajar. Cuando estaba con mis amigos, me divertía fantasear y jugar con las palabras. No ponía mucho énfasis en su pronunciación y así, con un calculado desinterés, decía que de “mayor” quería ser drentista, y  de esta forma no quedaba bien claro si era lo uno o lo otro. Y a mí, esa indefinición me divertía mucho. Y me di cuenta de que jugar con las palabras podía ser divertido. Empecé a cartearme con la familia, con los amigos, participé en algunos concursos literarios de tercera (nunca gané nada), llegó internet y la comunicación se hizo global. Ahora escribo un blog y cuento tonterías.   Y tengo seguidores. ¡Vaya, soy un genio!
     Incluso, algunos me leen.

Para ti, Lucía

domingo, 17 de marzo de 2013

         Los Departamentos Didácticos, otrora llamados Seminarios, son reuniones que se celebran en los institutos con carácter periódico y que tienen como objetivo abordar asuntos relacionados con el desarrollo de la enseñanza en el centro, dicho así, en términos generales.
      Según me cuenta Pablo, hay muchos Departamentos: tantos como asignaturas o casi. Tampoco me vayáis a hacer mucho caso, que a veces me pierdo entre la marea de nombres que me da.
       He podido comprender (si esto lo lee un docente y encuentra algunas inexactitudes, que me perdone, que no era mi intención), que en estas reuniones se promueve la investigación educativa, se tratan actividades escolares, se mantiene actualizada la metodología educativa, se realizan propuestas de mejora… En fin, para mí que casi solamente entiendo de balances y facturas, un rollo macabeo.
       Me decía que hay una especie de encargado de coordinarlo, un Jefe de Departamento, digamos. Hay departamentos en que todo está rigurosamente estructurado: hay un día de reunión, con su hora establecida,  con el orden del día bien anunciado… y donde nada se deja al albur. La rigidez es la norma; la seriedad impera.
      Sin embargo, otros se lo toman de manera más tranquilita: reunión en la cantina, relajaditos, toma de decisiones delante de un bocadillo y un refresco o un café. Risas y bromas entre propuesta y propuesta. Nada que ver.
     Hay, también, algún grupo donde las reuniones no se celebran de una forma casi tan veraniega, ni tampoco con la rigidez prusiana de los primeros. Es, digamos, una tercera vía. En estos grupos se habla, se debate, hay vidilla. Pablo los mira y sonríe. Dice que le recuerdan una película de los geniales Monty Python, La vida de Brian, en la que el Frente Popular de Judea (metáfora de los miembros del departamento) discute de forma tan acalorada como bizantina sobre el sexo de los ángeles (es un decir), en tanto que alguno de sus componentes hace una fotocopia, otro llama por teléfono y un tercero busca en el ordenador alguna información. Al final, todos consensúan las decisiones sin que ninguno de ellos las siga al pie de la letra. Puede, incluso que, al cabo de dos o tres semanas, ni recuerden aquello que acordaron.
     ¿Descorazonador? Quizás. O tal vez sea solo un ejemplo de la vida misma. 

domingo, 10 de marzo de 2013

Estaba yo con mi mujer (en adelante, mi Santa) en las islas Canarias adonde volvimos tras haber cumplido nuestros primeros 25 años de convivencia. Habíamos regresado para conmemorar nuestras bodas de plata. Para mí que merecerían ser las de oro o las de diamante. Que ¿por qué? Muy simple: porque los años con mi “pantera” deberían contabilizar doble, por lo menos. ¡Nadie sabe lo que yo tengo! ¡Nadie se imagina lo que es esto! Si el infierno existe, esta debe de ser la antesala: un sinvivir. Hubo una época en la que llegué, en un acto de desesperación sin límites, a ofrecer un cambio de “pantera de 40-50” por dos tigretonas de 25. ¡Lástima que no tuviera mucho eco, pues las intenciones eran buenas! Sí recuerdo que algún desesperado como yo se interesara en aquel entonces por el trueque, aunque a la vista está que desistió del intento y yo hubiera de conformarme, finalmente, con lo que tengo.
Bueno, el caso es que estábamos por esos mundos de Dios y salimos una noche a pasear. El ambiente era fenomenal, la temperatura muy agradable, había mucha gente en la calle, música por todas partes... y una plazuela donde sonaban ritmos caribeños y de todo tipo al amor de un joven cantante amarrado a su órgano-orquesta. La gente bailaba alegre a los sones del organillero del siglo XXI conocidas canciones de otra época, de nuestro tiempo, que diría mi Santa (a mí me da mucho fastidio, porque pienso que qué hago yo entonces aquí y ahora. Pero esto será estudio de otro comentario).
Mi Santa siempre ha sido muy “bailonguera”, le ha gustado mucho dejarse llevar por el ritmo frenético de la música. No así yo, que me he sentido siempre ridículo en tal situación.
En fin, allá que me sacó -arrastró- sin pudor alguno al centro de la pista tirando de mi corbata. Yo me sentía como un buey guiado del ronzal por el boyero, pero no había remedio. Jaleado por unos amigos que conocimos en el hotel, me dejé llevar por mi destino y disimulé cuanto pude mi vergüenza.
La gente bailaba y se movía al ritmo de salsa, bachata, son, merengue y algún pasodoble que otro mientras yo intentaba  componer mi triste figura como podía. A mí, sacarme del chotís madrileño, -por lo de la baldosa- ya es todo un exceso. A lo más que llegaba yo -con poco arte, por cierto- era a bailar un pasodoble o un vals. La gente se desparramaba por la pista, improvisaba numeritos, pasos, cadencias, giros... Yo, en cambio, repartí pisotones por doquier, aunque este extremo no pareció importarle a mi doña. ¡Cómo iríamos de desmadrados que, en un momento dado, nos hicimos los amos del baile! Nos quedamos –acaso nos dejaron- solos. Durante un buen rato no fui consciente de ello, debido a mi concentración y mi esfuerzo por llevar a buen puerto la situación tan comprometida en que me hallaba. En el desmadre del paroxismo, al final de una pieza, mi mujer hizo un giro descontrolado, de tal manera que yo hube de lanzarme sobre ella para que no cayera por tierra. El improvisado numerito tuvo su gracia (?), por lo que parece, y fue bastante aplaudido (fue fundamental la colaboración de la peña del hotel, sin duda).
Yo, más corrido que una mona, no acertaba sino a sonreír...
Estúpidamente, claro.

domingo, 3 de marzo de 2013

     Me comenta Pablo que (aunque parezca un tópico) las cosas no son lo que eran. Él, que lleva media vida entre jóvenes y niños, dice que las cosas han cambiado mucho entre los estudiantes. Se ha perdido el respeto a los mayores, a los profesores, al amor al estudio (aquí siento no coincidir con mi amigo Pablo, ya que no creo recordar que nunca nos matáramos por aprender) y que también se ha perdido la imaginación a la hora de ser alumno.
     Dice que ahora los chicos no son nada creativos. Por eso no hay escritores jóvenes (salvo excepciones), por eso la literatura no triunfa (?) Cuando llegan tarde, las más de las veces no entran en clase. Son incapaces de hacer frente a sus faltas o justificar sus retrasos, siquiera con un poquito de imaginación. Ya no te dicen aquello de: “Profe, no te lo vas a creer, pero es que esta mañana, cuando salía de casa...”
      En aquel entonces, me dice Pablo, enarcabas las cejas y con un leve tono irónico le soltabas: ¿Sí? ¿No me digas?
     Y a partir de ese momento, el alumno, como un kamikaze, se lanzaba a tumba abierta a la (re)creación literaria más o menos improvisada, dispuesto a lograr tu total aprobación.
    Acostumbraba a no colar pero, si el alumno tenía la habilidad suficiente y el desparpajo requeridos, aquello podía llegar a ser un best seller en el patio del recreo.
     Ahora, no –dice rotundo-. Ni se molestan en engañarte. Les falta pillería, interés social, son indolentes, apáticos... ¿Sabes lo que les mueve? –me pregunta retóricamente. Pintar paredes con enormes grafitis despersonalizados –se responde. Yo me quedo con las pintadas que hacíamos en los pupitres -añade- aunque luego nos tocara limpiarlas. Eran más propias o, si se quiere, más íntimas. “Pablo ama a Maribel”. “Pepe por Ana”. A veces, las paredes parecían una enorme tabla de multiplicar. Y todo, todo, estaba lleno de corazones heridos por flechas lacerantes (premonición del poco caso que nos hacían las chicas, que nos partían el corazón).
     Las pintadas de los baños eran un poco escatológicas, la verdad,  pero algunas tenían su punto. Por lo demás, respetábamos el mobiliario urbano.
     Tonto el que lo lea.