Hasta ahora solo había salido a
escena de este peculiar blog, mi hijo “el de Barcelona”. Sí, ya sabéis, el de
las tendencias perroflautiles. También tengo otro que, por cierto, estaba
desaparecido. Este es un ser de alma grande y libre, liberal –si se me permite
la expresión- hasta el cansancio: vamos, que va por libre; así que no le vemos
mucho el pelo. Tienen mis hijos un amor casi Freudiano por su madre, mi Santa.
Ocurre que estos seres tan libres
solo tienen tendencia a pensar en sí mismos y se olvidan de nosotros, los
pobres mortales. Mi mujer, madraza donde las haya, sufre -muchas veces- en
silencio (luego lo paga conmigo), el olvido de sus vástagos. A ellos les
reprocha -y también perdona, siempre misericorde,- que no la llamen todas las
semanas.
A mí, en cambio, que no se me olvide
darle las buenas noches o llevarle a la cama su leche calentita con miel. O que
tenga que salir de viaje y no la llame para decirle: “Cariño, he llegado bien”.
Últimamente estoy hecho un lío. Le
ha dado por decir que “¡Qué pronto has llegado!” (o sea, “Que ibas muy deprisa”,
hablando claro); o que “¿Cómo has tardado tanto?” Es decir, “¿Con quién te has
entretenido?” Y así. Me controla, ya lo sabéis.
Desde que se enganchó al uso
indiscriminado del teléfono móvil, me llama a todas horas. Mi hijo, este, “el
desaparecido”, me dice zumbón: “Hay que ver, papi, cómo te quiere”. Yo le sigo
la corriente y le digo que sí, que tome ejemplo y se eche una buena mujer, que
de novias... (ya se sabe: como mi madre, ninguna). Luego, para mis adentros,
maldigo el férreo control que ejerce sobre mí. Me telefonea:
-Hola, cariño, ¿estás bien?
-Er..., eh..., mmm... –trato de
responder.
-¿Dónde estás?, ¿con quién
estás?, ¿qué haces?, ¿cuándo has llegado?, ¿cómo...? –enlaza, como una ametralladora, pregunta
tras pregunta, sin darme cuartel.
-Esto... – consigo finalmente
articular.
-¿Me quieres?, –continúa– ¿te
acuerdas mucho de mí?, ¿verdad que me echas de menos, corazón?
-¡¡¡Sí, cariño!!! –digo con
inusitada rotundidad, por fin, tras un duro interrogatorio.
-¡Este es mi chico! –zanja ella,
jubilosa.
Decididamente, ¡esto es amor!
¿O no?