domingo, 24 de febrero de 2013

     Los hijos son esos seres que, cuando son pequeños, están para comérselos y a los que, cuando han crecido, te arrepientes enormemente de no habértelos comido entonces.
     Hasta ahora solo había salido a escena de este peculiar blog, mi hijo “el de Barcelona”. Sí, ya sabéis, el de las tendencias perroflautiles. También tengo otro que, por cierto, estaba desaparecido. Este es un ser de alma grande y libre, liberal –si se me permite la expresión- hasta el cansancio: vamos, que va por libre; así que no le vemos mucho el pelo. Tienen mis hijos un amor casi Freudiano por su madre, mi Santa.
     Ocurre que estos seres tan libres solo tienen tendencia a pensar en sí mismos y se olvidan de nosotros, los pobres mortales. Mi mujer, madraza donde las haya, sufre -muchas veces- en silencio (luego lo paga conmigo), el olvido de sus vástagos. A ellos les reprocha -y también perdona, siempre misericorde,- que no la llamen todas las semanas.
     A mí, en cambio, que no se me olvide darle las buenas noches o llevarle a la cama su leche calentita con miel. O que tenga que salir de viaje y no la llame para decirle: “Cariño, he llegado bien”.
     Últimamente estoy hecho un lío. Le ha dado por decir que “¡Qué pronto has llegado!” (o sea, “Que ibas muy deprisa”, hablando claro); o que “¿Cómo has tardado tanto?” Es decir, “¿Con quién te has entretenido?” Y así. Me controla, ya lo sabéis.
     Desde que se enganchó al uso indiscriminado del teléfono móvil, me llama a todas horas. Mi hijo, este, “el desaparecido”, me dice zumbón: “Hay que ver, papi, cómo te quiere”. Yo le sigo la corriente y le digo que sí, que tome ejemplo y se eche una buena mujer, que de novias... (ya se sabe: como mi madre, ninguna).     Luego, para mis adentros, maldigo el férreo control que ejerce sobre mí. Me telefonea:
     -Hola, cariño, ¿estás bien?
     -Er..., eh..., mmm... –trato de responder.
    -¿Dónde estás?, ¿con quién estás?, ¿qué haces?, ¿cuándo has llegado?, ¿cómo...?  –enlaza, como una ametralladora, pregunta tras pregunta, sin darme cuartel.
     -Esto... – consigo finalmente articular.
     -¿Me quieres?, –continúa– ¿te acuerdas mucho de mí?, ¿verdad que me echas de menos, corazón?
     -¡¡¡Sí, cariño!!! –digo con inusitada rotundidad, por fin, tras un duro interrogatorio.
     -¡Este es mi chico! –zanja ella, jubilosa.
     Decididamente, ¡esto es amor!
    ¿O no?

domingo, 17 de febrero de 2013

   Que el mundo está mal repartido es un hecho incontestable; como que también es una dicotomía permanente. O estamos dentro o estamos fuera; somos amigos o enemigos; me quiere, no me quiere...; arriba-abajo; conmigo o contra mí; azules o colorados; izquierda contra derecha; ricos y pobres, Pepsi Cola y Coca Cola... Y a mí me viene a la memoria la impresionante simpatía de la Susi. Y pienso en lo mal repartido que está el mundo. 
     Sin embargo, la pobre carece de amor. Y no es que la chica no se lo merezca. Al contrario, pues aunque en ella todo es afecto, aquel no es correspondido a pesar de que ella es una amante desaforada que no encuentra quien la quiera como se merece.
     Y como san Valentín estaba por aquí cerca, se me ha ocurrido que sería buena idea regalarle un bonito ramo de flores, en plan amante anónimo -que eso da mucho morbo- solo por ver su carita de felicidad, porque la chica lo vale.
     Así que me he ido a la florista y he encargado un coqueto ramo de flores al que le he añadido una bonita dedicatoria firmada con identidad falsa para evitar problemas familiares.
     Pensando en no herir sentimientos ni crear una guerra de celos, he comprado otro para mi mujer. Este con mi tarjeta y mi firma.
     No sé por qué ni por qué no, pero el ramo de la Susi llegó a casa con alguna hora de adelanto con respecto al de mi Santa. Ahí se lio la cosa porque, celosa perdida, me dio una colleja, me castigó sin postre (lo cual me dolió muchísimo) y me acusó de falta de cariño, de crueldad mental y de no sé cuántas maldades más. Tampoco podía explicarle que el ramo de la Susi era mío. ¡Sólo faltaba eso!
     Felizmente, a las pocas horas recibió su obsequio y, arrepentida, me levantó el castigo, me compensó con un sonoro beso en la mejilla y con un largo y vigoroso abrazo que me estremeció el cuerpo y me lo hizo crujir de puro cariño. Tanto, que casi me deja sin resuello (a veces mi mujer tiene cosas que me hacen vibrar, sí).
     La colleja me la quedé.

domingo, 10 de febrero de 2013

Después de mucho tiempo, hoy he conectado la tele, cosa extraña en mí, ya que no soy un telemirón al uso. Me he enganchado, entre zapeo y zapeo interpublicitarios, a un programa de viejas glorias musicales. Hoy me he sentido muy, pero que muy mayor (me he dado cuenta de que me sabía todas las canciones). He constatado cómo el tiempo me sobrepasaba ampliamente. He visto un programa de televisión en el que entrevistaban a un cantautor del siglo pasado (¡cuánto tiempo!) cuyo nombre artístico recordaba al de un órgano (musical, se entiende).
Las mismas canciones de siempre, los mismos sonidos de siempre, -¡ay!- mas el desgaste del paso del tiempo dejaba su huella imperecedera en el cantante.
-          ¡Quién te ha visto y quién te ve, ciruelo. Ni sombra de lo que eras!
Les faltaba frescura a tus eternas canciones; les faltaba chispa, el empuje arrollador de los 20 años a tu interpretación, -sempiterna-, cuando te conocí, proveniente de aquel Gibraltar” (¡español!). Me miré en tu foto, me miré en tu recuerdo.  Me deprimí. Me abochorné y me acordé de unos duros y sentidos versos de Francisco de Quevedo:
“Miré los muros de la patria mía...”
Sentí ansiedad, me di cuenta de que nunca llueve en el sur de California.
No volveré a ver nunca más la tele.
“Never say never again”.
      Albert

domingo, 3 de febrero de 2013

     Eran aquellos años jóvenes, muy jóvenes; en los que uno lucía su palmito y sus 20 tacos por donde iba. Ya os he dicho que no he sido nunca ni guapo ni un ligón recalcitrante. Pero, a pesar de todo y de todos -incluso de mí mismo (*)-  tenía un discreto éxito entre algunas féminas. (*) Digo esto porque poseía el menda un espíritu rebelde, contestatario y ácido en aquella época, que no facilitaba demasiado el encuentro dulce y sereno que necesitan ciertas prácticas de ligoteo. 
     Tenía yo por aquel entonces una vecina, quien -como la tentación- también vivía arriba. Justo encima de mí. Estaba la chica en edad de merecer y, aunque no era un bellezón, tenía su “aquel” y un montón de simpatía que derrochaba a raudales. En aquella época yo estudiaba Ciencias Económicas y Empresariales. Todos los días realizaba el trayecto en tren para llegar a la facultad. Resultó que en el mismo tren, al regresar, algunos días coincidí con ella en el mismo vagón cuando volvía del trabajo. Al principio solo fue un saludo de cumplido, pero poco a poco fuimos intimando. Descubrió que yo era el vecino impertinente de abajo, el que ponía la música a todo trapo. Yo me di cuenta de que ella era la pelma que taconeaba con garbo y salero a cualquier hora del día. Así que no hubo feeling al principio, como era de prever.
     Pero el diablo, como cuando no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas, quiso que la hermana de ella supiera de nuestros encuentros casuales y que se interesara por mí. Conocedora de nuestra amistad incipiente, quiso participar de la misma y no se le ocurrió otra cosa que deslizar desde su ventana, por la fachada del edificio, una cuerda que llevaba atado en su extremo inferior un cartel que unas veces ponía: “hola, vecino”; otras, “¿cómo estás?”, “¿qué tal?”… y diversas tonterías del mismo estilo. Y así durante algún tiempo.
     Total, que al final caí en la trampa de las hermanas “Dalton” (unas auténticas delincuentes, como se verá) y empecé a responder a los mensajes a través de sugerentes canciones a todo volumen que decían cosas bonitas y audaces para la época, aunque hoy pasarían por puras memeces.
     ¿Y en qué terminó todo? Pues, naturalmente, en que empezamos a salir (que la carne es débil)… ¡los tres juntos! Eso, sí, castamente. Paseos por el parque o junto al río, animadas charlas de café, algún museo que otro, cine… Y fue precisamente allí, en el cine, donde terminó todo. Una tarde en que estábamos viendo una película (yo, sentado entre las dos hermanas, con mis brazos extendidos sobre sus hombros) alguien me golpeó suavemente, al tiempo que chistaba, mientras un haz de luz iluminó mi cara. Cielos, los padres de las chicas con el novio… ¡de la pequeña!
     Así acabó todo.
     The End.