domingo, 28 de abril de 2013

     Hoy quiero presentaros una poesía que he extraído del diario de la Susi, en una fase de su vida en la que estaba profunda y perdidamente enamorada.
     Se la escribe su novio en dos pequeñas estrofas de versos octosílabos y a las que la Susi responde ardorosamente, llena de pasión.
     Como veréis, no tiene mayor valor literario. Solo es una pequeña muestra de la pasión, entrega y enamoramiento que en aquella época padecía la pobre. Espero que sepáis apreciar la belleza del bosque en su conjunto y que la rama que se encuentra próxima a vosotros no os tape la visión global del mismo.


domingo, 21 de abril de 2013

     Mi mujer es muy clásica (léase, comodona) y siempre ha pensado que conducir era como el coñac “Soberano”, cosa de hombres. Por esa razón siempre ha viajado como una señora, acompañada de su chófer personal. Pero los tiempos han cambiado mucho y hay que adaptarse. De modo que empezó a ir a la autoescuela. Mientras estudiaba la teórica todo iba bien, si exceptuábamos los clásicos problemas con los test o con las preguntas trampa de los mismos por su indefinición. Sin embargo, las verdaderas dificultades y sofocos comenzaron cuando alternó estos con las prácticas; cuando cogió el coche, vaya
     Mi Santa ha sido capaz de poner de los nervios al gerente de la autoescuela, a su profesor e incluso a un guardia que estuvo a punto de multarla por saltarse un semáforo. Por suerte, su instructor tuvo la habilidad de saber convencer al funcionario de que era un lance sin más importancia en el aprendizaje de las normas de circulación automovilística y de que ella era apenas una novata. En fin, pelillos a la mar.
     El asunto de los cambios de marcha nunca ha sido su fuerte. Ella cree que como sus toallas son suaves y no rascan, tampoco lo hará la caja de velocidades aunque no pise a fondo el embrague. Y no es así, claro. De modo que cuando dejó, finalmente, la autoescuela, con su rutilante carnet de conducir en la mano, creo que le abrieron las puertas de par en par y le pusieron una alfombra roja, incluso, -no como muestra solemne de respeto-, sino para que se fuera más rápidamente y no causara más estropicios. Su carnet me ha salido por un por un ojo de la cara, tanto por los destrozos causados que tuve -¡obviamente!- que pagar, como por las repeticiones, derechos de matrícula, renovaciones de papeles, clases extras...
     Lo pasado, pasado. Al final, yo bromeaba con mi mujer (aunque está visto que las bromas las carga el diablo) y le decía que, en los semáforos, si la luz estaba en rojo para los peatones y estos cruzaban, en caso de atropello se obtenían “bonus” en el carnet de conducir. Ella reía abiertamente. Naturalmente que nunca se lo creyó. Pero un buen día en que viajábamos, -ella al volante, con la “L” recién estrenada, y yo de copiloto-, le dio repentinamente un ataque de risa (y para mí que visionó nítidamente la imagen de la que anteriormente he hablado), apretó los dientes, sujetó con firmeza el volante y enfiló con decisión hacia un viejecito que se aventuró en la travesía, al grito de “esto lo pagan doble, ¿no?”.
     Reaccioné con presteza y evité el atropello, pero no la colisión con el semáforo. Nada serio. Apenas un leve toque. El susto fue, sin embargo, morrocotudo. Y es que no se le pone nada por delante a esta mujer de rompe y rasga.
     Ni siquiera las farolas.

domingo, 14 de abril de 2013


    Estoy preocupado por mi salud. Últimamente no me encuentro muy bien que digamos. Duermo poco, me despierto en medio de la noche sin motivo aparente y después ya no puedo conciliar el sueño; no tengo apetito, estoy bastante inquieto y desconozco el motivo; curiosamente me llevo bien con mi mujer. Hace ya algún tiempo que no discutimos; y ello me preocupa, francamente. Se muestra, incluso, más comprensiva conmigo. A tal punto ha llegado la situación que, por fin, la semana pasada me decidí a ir al médico. No quise decirle nada a ella; no deseaba alarmarla, no quería que se preocupara; en fin, no quise que conociera mi debilidad. Nunca hay que descubrirle al enemigo tus puntos débiles: sería tu ruina total. Como era fin de mes y había que cerrar balances, tenía la coartada perfecta para llegar más tarde a casa sin que sospechara nada. De modo que pedí cita. Después de esperar casi una hora a que me llamaran, accedí a la consulta. Me senté frente al médico. Este me miró de arriba abajo, inexpresivo.
     Después rompió el silencio con un lacónico "Usted dirá". Y le dije, ¡vaya si le dije! Mientras yo le hablaba, él garabateaba, indiferente, en un papel usado. Finalmente, tomó uno limpio y escribió: "Pasee". Luego, sin decir nada, me lo entregó. Como viera que permanecía quieto, sin articular palabra, añadió en tono condescendiente: "relájese, haga vida al aire libre, salga, fatíguese, olvide los problemas, váyase de viaje... Verá cómo se encuentra mejor".
     Me fui de la consulta con un aire de perplejidad, no muy convencido de que el ojo clínico de aquel galeno diera para tanto. Deduje que me había diagnosticado estrés. Y yo, aunque no soy un hipocondríaco de tomo y lomo, acudí con presteza al diccionario y busqué la palabrita de marras. Lo que encontré no me gustó en absoluto.
     El DRAE era contundente: “Tensión provocada por situaciones agobiantes que originan reacciones psicosomáticas o trastornos psicológicos a veces graves”. Estaba muy claro: mi mujer. Pero, ¿cómo deshacerme de esas situaciones agobiantes que originan reacciones en la mente que influyen en el cuerpo o alteran gravemente la mente? ¿Justo ahora que llevaba una vida apacible sin discusiones con mi mujer, sin los buitres carroñeros de mis hijos revoloteando a mi alrededor y dejándose caer sobre la presa para sacarme unos euros? ¿Ahora que todo iba bien yo tenía estrés?
     Así que llamé a mi amigo Pablo para que nos deprimiéramos juntos (¿para qué están los amigos, si no?). Tomamos unas copas, hablamos largo y tendido, se nos hizo bastante tarde y, ¡por fin!, sonó el teléfono. ¡Cielos, mi mujer! –exclamé yo-. Aparté el auricular del oído y entoné una letanía sincrónica con ella: “¿Dónde estás?, ¿con quién estás?, ¿qué haces?, ¿sabes las horas que son? Y yo aquí, sola, en casa, pensando que habrías tenido un accidente”.
     Desde entonces me encuentro mejor.
     Pablo, no.

domingo, 7 de abril de 2013


     Hoy celebro con vosotros, queridos amigos, amigas, fans, mediopensionistas y, en fin, pringados todos que os atrevéis a leerme, mi quincuagésimo segundo texto. O sea, para los de la Logse o despistadillos en general, hace ya 52 capítulos que os castigo con mis chorradas insoportables. Mi querida, adorada, idolatrada y no sé cuántas cosas más, cantante de éxito, Alaska, creo que editó una canción titulada "Pero qué público más tonto tengo" cuando pertenecía al grupo punk "Kaka de Luxe". 

     Pues, eso: si al cabo de un año de martirio que os he infligido semana tras semana, aún seguís -anhelantes- esperando mis miserias semanales, solo os diré que con vosotros lo tengo fácil y que gracias por seguirme, pues lográis que mi ego permanezca incólume a pesar de las tonterías que os cuento.

     Gracias, gracias, gracias.


      No me gusta la tele. Últimamente me aburre demasiado. Además, reconozco que estoy desarrollando un tic muy extraño con el dedo a base de tanto zapeo para, al cabo, volver al inicio y quedarme sin saber muy bien qué ver.  Únicamente veo los anuncios, porque los programas que se ofrecen me desagradan. O son muy violentos o muy sositos o muy marujiles, inanes o, directamente... me duermo. El caso es que a todo le veo defectos. Total que, dejando aparte lo mejor de la programación, los anuncios, he decidido que no vale la pena seguir pegado a la caja tonta por más tiempo. De modo que, en un alarde de cordura, la he castigado mirando a la pared.
     Me han llovido un montón de críticas por todas partes. Mi Santa me ha dicho de todo, menos bonito. Resistiré. Me encuentro pletórico. Además, que no se queje, que use la de la salita (así la dejo confinada en un recinto más pequeño. ¡Qué malo soy!). Mis amigos me consideran un esnob, ¡qué le vamos a hacer! A Pablo le da la risa y me chincha. Se lo perdono porque es mi mejor amigo. Ahora he recuperado el gusto por las manualidades y por la radio.
     Como también he recuperado el placer por la lectura, acostumbro a leer el periódico a diario. La ventaja de los periódicos es que las noticias se pueden releer, pero ¡qué horror, cuánta tristeza! Afortunadamente, también se puede envolver el bocadillo que te llevas a diario a la oficina, aunque el problema es su tinta, que lo ensucia todo.
     ¿Y la radio? ¡Qué gran amiga! Por la noche, me duerme con su suave y delicada voz. Me arrulla como hacía mi madre cuando era pequeño y por las mañanas me despierta con alegre música y me llena de energía. Procuro, sin embargo, eludir las noticias: guerra aquí y bomba allá. Desastres por doquier.
     Aunque no me gusta el fútbol, de vez en cuando escucho la transmisión deportiva acalorada de los locutores. Ese ¡huy! apenado de un chutazo que no lo fue tanto y que ni siquiera rozó el larguero, sino que salió estratosféricamente disparado por encima de la portería camino del cielo, le dan la emoción a un deporte un tanto absurdo en el que unos alocados contrincantes se empeñan frenéticamente en ir hacia  lugares opuestos.
    Nunca entenderé este mundo absurdo. Los del norte van al sur y los de Villarriba se pelean con sus ancestrales vecinos de Villabajo. Un solo carril con vehículos en sentido contrario. Choque de trenes.
     La vida en estado puro.