domingo, 22 de abril de 2012

    
     La Susi es una mujer de mundo. Quiero decir que ha viajado por el mundo. Hace algunos años estuvo de Au Pair en Austria. La verdad es que fue una estancia breve, pero muy enriquecedora y formadora de carácter. Respondió a un anuncio de los tantos que abundan en internet buscando “joven, estudiante, que hable algo de inglés, para cuidar un niño de ocho años, trabajo de cinco horas al día, ambiente agradable, familia de tres miembros, dos días libres a la semana, 70 € como dinero de bolsillo y para tres meses de estancia prorrogables”.
     Resultó que, tras gastarse lo que no está escrito, llegó a la familia monoparental -con abuela incluida- y hete aquí que el niño había crecido y tenía… ¡12 años! El trabajo de cinco horas al día consistía en levantarse a las 5 de la mañana, acompañar al niño en el autobús, al colegio, esperar a que terminara la jornada y volver con él a casa. Tras comer había que fregar la loza, recoger la cocina y, por la tarde, hacer la compra y preparar la comida para el día siguiente. Como actividades varias, limpiar un innúmero de objetos inútiles de dos vitrinas o peinar los flecos de una gran alfombra de aquella casa-museo llena de antiguallas en la que nada se tiraba.
     Visto el panorama que le esperaba, lloró como una Magdalena (eso sí, a solas, en su habitación, que la Susi es muy digna),  apretó los puños con rabia, sacó un billete por internet y, como el que va a comprar el pan, a los tres días ya no regresó. No sé cuántas horas después, tras un rocambolesco viaje, apareció en Dublín. Allí le esperaba una familia con la que había contactado in extremis. Todo parecía arreglado, por fin. Un matrimonio, tres niños de tres, seis y ocho años y ¡cinco horas de trabajo solo con los niños! Eso ya era otra cosa. Por fin había encontrado lo que buscaba.
     Claro que no es oro todo lo que reluce y pronto comprobó que los 100 € que le pagaban los valía. El rostro pálido se había metido en el campamento de los Sioux. Acostumbrados a lidiar con una Au Pair nueva cada dos por tres, todo eran chantajes por parte de los mocosos. Si no querían comer, era inútil porfiar con ellos. Cuando al pequeño le estaba dando la comida, el mayor se encontraba de safari por la nevera o destapando cajas de galletas o disfrutando de unas natillas de chocolate. Y como era de esperar, la cara terminaba hecha un poema. Y si no, la niña se encontraba sacando ropa de algún baúl. Cuando lograba tapar una grieta, se encontraba con otra abierta. La locura estaba instalada en aquella casa sin orden ni concierto. Nunca logró saber a ciencia cierta en qué trabajaba el padre. Sus horarios desiguales y sus desapariciones habituales daban un toque extraño a aquella familia. La madre no era un ama de casa al uso tradicional. Montones de ropa se superponían junto a la lavadora sin que a nadie pareciera importarle demasiado. Extrañamente, la montaña de ropa sucia mantenía un nivel constante a lo largo de la semana. Por otra parte, nunca se vio una plancha en la casa. Los mocos de aquellos críos parecía que formaban parte de la tradición familiar. Empeñarse en eliminarlos era una tarea inútil y descorazonadora.
     La Susi no era precisamente Mary Poppins, (aunque el paraguas fuera un complemento indispensable dada la climatología del lugar) y por ello hubo de pelear a brazo partido con aquel lío morrocotudo, mezcla de El camarote de los hermanos Marx y El hotel de los líos. No fue fácil llevar con dignidad aquel caos. Tampoco consiguió que aquella familia fuera modélica, ordenada o responsable; ni que los niños fueran educados, respetuosos y menos asilvestrados. Pero sobrevivió, aunque en el envite perdiera muchas plumas y saliera, sin embargo, cacareando.

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